jueves, 25 de junio de 2009

MIS RECUERDOS

MIS RECUERDOS
Por Adolfo Harker Mutis

PROLOGO
La contribución de Inglaterra a la formación de nuestro país en el siglo pasado no se redujo únicamente a la actuación de la Legión Británica en la guerra de nuestra independencia, ni al suministro de dineros, como los empréstitos contratados por el doctor Francisco Antonio Zea, sino que en una u otra forma se hizo sentir en los diversos órdenes de la vida colombiana a través de todo el siglo XIX. Tenemos así que subditos y capitales ingleses se vincularon a nuestras empresas mineras, agrícolas y comerciales asumiendo en gran parte actividades que antes de la independencia eran propias de los españoles, y sobre las cuales los criollos carecían de toda experiencia.
De las primeras empresas británicas que iniciaron actividades, apenas recién concluida la guerra de la independencia, está la Asociación Colombiana de Minas. Esta empresa envió, como técnico en ¡a explotación de minerales de oro y plata para el laboreo de las ninas de la Baja y Vetas en las vecindades de Bucaramanga, al químico señor Juan Harker Mudd, con quien se inicia entre nosotros una estirpe inglesa injertada en nuestro suelo tropical.
En su hijo Adolfo Harker Mutis, nacido (tres años después de que su padre se estableciera entre nosotros) en Bucaramanga el 13 de noviembre de 1828, confluyen dos vertientes genealógicas de diversa cepa racial pero de idéntica elevada alcurnia. El tronco mglo-sajón arranca de uno de aquellos condados arremansados entre el paisaje de landos por donde serpentean, suaves y undosos, ríos de viñeta que reflejan en sus linfas la pétrea arquitectura de viejos castillos medioevales: el Condado de York, y en dicho condado la ciudad de Muker, cuna que fue del químico emigrante que Segaba a América con la ilusión de quien iba en conquista de su bienestar económico y quien apenas 12 años más tarde sería víctima de la emboscada del trópico, muriendo de una fiebre perniciosa cuando cumplía una misión del gobierno en la región antio-queña de Remedios.
En la genealogía de los Harker aparecen figuras eminentes que alcanzaron brillo y nombradía en Inglaterra y en otras posesiones de la Corona Británica. Tenemos, entre ellos, al señor William Harker, ciudadano notable en la vida política y comercial, como que, llegó a ser miembro de la Cámara de los Comunes; otro de ellos, el señor George Harker, emigró a las tierras de Australia y allí ocupó el cargo de Ministro de Hacienda de Nueva Gales del Sur.
Si por parte de los Harker traía el autor de esta obra un buen acopio de tradiciones familiares, en cuanto a los Mutis se refiere, el solo hecho de ser sobrino nieto del gran sabio gaditano José Celestino Mutis, sería suficiente carta de presentación en cuanto dice a lo conspicuo de su linaje.
En efecto, don Manuel Mutis y Bossio, quien acompañó a su ínclito hermano en su visita a América, se estableció hacia 1770 en la entonces aldea de Bucaramanga y contrajo matrimonio con la linajuda dama doña Ignacia Consuegra. De tal matrimonio fueron hijos don Sinforoso Mutis, firmante del acta de la independencia de Santa Fe de Bogotá, y quien sufrió persecuciones en la época de la reconquista española; don Juan Mutis y don Facundo, suegro del general Luis Perú de Lacroix y de don Juan Harker Mudd.
La mayor parte de la vida de Adolfo Harker está sintetizada en estas memorias, que él escribiera, no tanto con ánimo publicitario, sino para dejar a sus descendientes el recuerdo de lo que fueron los principales hechos de su existencia. Por ello bautizó tales memorias con el título familiar de "Mis Recuerdos", y por eso también están escritas en tono menor, con cierto aire de confidencia y sin alardes literarios.
En la formación de Adolfo Harker fue factor de apreciable importancia su educación recibida bajo la rectoría de ese gran pedagogo nuestro del siglo que formó toda una generación de repúblicos y estadistas y que se llamó Victoriano de Diego Paredes. Hemos tenido oportunidad de hojear la correspondencia epistolar que, durante la época de los estudios de Adolfo Harker, sostuvo el señor Paredes con la madre de este, y en ella vamos hallando cómo Harker, el adolescente, va puliendo su personalidad bajo la docta dirección del maestro; y cómo éste ve en su discípulo uno de los más aventajados alumnos que hubiese tenido bajo su tutela y de quien dice en alguna de aquellas cartas: "Este hijo de usted, mi señora, va a ser muy temprano un hombre grande y muy distinguido."
Es lástima grande que el autor no hubiese continuado su relación hasta más allá del año de 1879; pues con posterioridad a aquella fecha Adolfo Harker tuvo oportunidad de actuar ya como actor, ya como espectador, en sucesos de gran importancia política. Así, por ejemplo, sabemos de la misión de paz que le fue encomendada por el gobierno radical en 1877, después de aquella breve y sangrienta guerra desatada por la revolución conservadora contra el gobierno radical. Habiendo sido Harker opuesto a esta lucha, un tanto inútil y un mucho desesperada, mereció la confianza del gobierno y fue enviado a obtener la deposición de las armas por parte de las últimas reliquias que le quedaron a aquella fugaz revolución en las regiones de Ocaña y Gramalote.
También hubiéramos podido conocer a través de sus palabras muchas de las intimidades de la Asamblea Constituyente de la Regeneración, pues allí asistió como Delegatario por el Estado de Santander, e igualmente de las sesiones del Senado en los años de 1892 y 1894 en las cuales representó también al Estado de Santander.
Brillante fue la carrera política de Adolfo Harker, llegando a alcanzar, como hemos visto, altas posiciones en los cuerpos colegiados. También sabemos que en varias ocasiones Núñez, Caro y Hol-guín ofrecieron a Harker diversos ministerios en que éste siempre rehusó aceptar, prefiriendo establecerse por el resto de su vida en la ciudad de Bucaramanga, donde dirigió la casa comercial de Koppel, Schloss & Harker hasta su muerte.
Quiso el autor, por una exagerada delicadeza personal, que estas memorias, si alguna vez habrían de ser destinadas a la publicidad, sólo viesen la luz pública cincuenta años después de su muerte. Por eso sólo hasta ahora aparecen y esperamos que el público les brinde la acogida que merece un documento humano donde podemos apreciar en breves pinceladas lo que fue la vida de la sociedad granadina hace un siglo; lo que fueron nuestras luchas políticas, y lo que fueron algunos de los hombres, grandes y pequeños, que en ellas actuaron.
La Academia de Historia de Santander quiere dejar pública constancia de agradecimiento hacia el señor Adolfo Harker Mutis, hijo del autor de esta obra, por haber facilitado los materiales inéditos en los cuales, aparte de las memorias en si, se incluyen algunas cartas de las pocas rescatadas de la muy interesante correspondencia que recibió el señor Harker de los más notables políticos de su partido en aquellos tiempos y que constituyen documentos de interés para interpretar los hechos del pasado. Entre ellos, consideramos de la mayor trascendencia la carta, hasta hoy inédita que dirigiera al señor Harker el general Leonardo Canal, y que es una afortunada exégesis del movimiento de la regeneración.
La Academia de Historia de Santander ha querido publicar esta obra como volumen XXIII de la Biblioteca Santander con motivo de las Bodas de Plata de su fundación y también como un homenaje al señor Simón Harker, hijo de don Adolfo, ilustre historiador y primer Presidente que fue de dicha Corporación.
MARIO ACEVEDO DÍAZ

PRIMEROS AÑOS
Establecida la Independencia de los pueblos que vinieron a formar la República de Colombia, fundáronse en Inglaterra que tanto se había interesado en favor de ellos, y muchos de cuyos hijos tomaron parte en la magna lucha, empresas que debían traer sus capitales a esta tierra, principalmente para la explotación de las minas de oro y plata.
La nombrada "Asociación Colombiana de Minas" estableció costosísimos trabajos en Marmato, Santa Ana, La Baja y Vetas, pueblos situados respectivamente en aquellas regiones que más tarde y hasta el año de 1905 se llamaron Departamentos del Cauca, To-lima y Santander.
Contratado por esa "Compañía" y con destino a las minas de La Baja y Vetas, vino de Inglaterra mi padre, el señor Juan Harker, en el año de 1825 y de ellas fue Director hasta el año de 1830. Casó en el año de 1827 con la señorita Mercedes Mutis, joven entonces de 15 años y de quien vine yo el 13 de noviembre del año siguiente de 1828. Muy a los principios de mi vida, quizás en el primero o segundo año, tocóle a mi padre residir en La Baja, en donde estuve en peligro tan grave de sucumbir a consecuencia de un ataque de tos ferina, que mi padre resolvió como desesperado recurso darme una fuerte dosis de tártaro emético que había de ser decisivo en caso tan extremo: porque mi padre, además de sus conocimientos teóricos y prácticos en mineralogía, química y otras ciencias afines, tenía bastantes conocimientos en medicina, por haber sido farmaceuta en Inglaterra y haberse consagrado mucho a tal estudio.
Debido a esto, durante su residencia en Bucaratnanga, compartió con el doctor Eloy Valenzuela, de quien fue amigo constante, 12
ADOLFO HARKER MUTIS
la práctica de la medicina. Ninguno de los dos era médico graduado, y sin embargo era a ellos a quienes en aquel tiempo, se acudía en caso de enfermedad. Cuando el asesinato del doctor Valenzuela el 31 de octubre de 1834, que produjo espanto en Bucaramanga y del cual conservo indeleble recuerdo, nadie tomó más interés que mi padre en el descubrimiento de los autores del crimen.
Después del año de 1830, en que dejó mi padre el servicio de la "Compañía de Minas", compró él, no recuerdo en qué año, una propiedad nombrada "Trigueros" que correspondía a eso que hoy se llama "La Capilla" y pertenece a los señores Gustavo Volk-mann y Francisco A. Barreto, pero que era entonces más extensa, pues comprendía a Corral de Piedra y Magueyes, y allí pasó algún tiempo la familia.
Recuerdo entre otras cosas de esos tiempos que mi padre, para salvar unas cuestas que hacían más penoso y dispendioso de tiempo el viaje a Matanza, se comprometió a abrir y abrió en realidad un camino que en el paraje de Majadas, en vez de cruzar el río por un puente, cuyos sólidos estribos se veían aún en 1903, para tomar por largas y empinadas cuestas, sigue por el lado izquierdo del río hasta llegar a la quebrada de Tona, que se atraviesa por puente y el camino continúa por la izquierda del río Suratá hasta llegar a "Vadohondo" y, después de cruzar ahí el río por puente, sigue por la banda derecha, y ya muy adelante, no muy lejos de "La Capilla", llega al punto en donde se uniría con el camino viejo si éste existiera, pero del cual no queda sino una vereda difícil de percibir. Cerca de dos leguas mide el camino que mi padre abrió por breñas al parecer inaccesibles. Al terminar el año de 1835 vino a Bucaramanga el señor Roberto H. Bunch y aun cuando no venía solo, no recuerdo quién o quiénes lo acompañaban.
Fueron atendidos en casa, y el trato y la conversación de mi padre y el saber del camino que he hablado, hubo de llamarles favorablemente la atención, pues es lo cierto que pronto lo comprometieron a que se hiciera cargo de la elaboración de sal en Zipa-quirá para donde él siguió a principios de 1836, debiendo la familia emprender viaje más tarde, como en efecto lo hizo en los primeros meses de 1837, acompañada de mi tío el señor Manuel Mutis. Mis RECUERDOS
13
Recuerdo un hecho que parece increíble tratándose de aquellos tiempos, que a mi madre salió a encontrarla en una berlina, que le sirvió a ella para entrar descansada y cómodamente a Zipaquirá, el señor don Alejandro McDouall, uno de los socios principales de la "Empresa de Elaboración de Sales".
Tenía yo entonces unos ocho años y ya había adquirido, por supuesto en Bucaramanga, los conocimientos propios de esa edad y tenía el juicio suficiente para comprender lo absurdo de las especies que oía en las posadas del camino. Tocóme hacer nuestro viaje cuando acababan de pasar con dirección a la capital de la República, un elefante y un camello que se exhibían en los pueblos del tránsito como una gran novedad y que dieron lugar a que entre la gente del pueblo, más ignorante que ahora, lo cual es mucho decir, se formaran juicios a cual más estrafalarios acerca del elefante y su procedencia diabólica. No es extraño esto, porque en aquel tiempo era cosa admitida entre el pueblo que todos los ingleses eran judíos y que se asemejaban a los monos en esto de la cola.
Establecida la familia en Zipaquirá, asistí el resto del año de 1837 a la escuela que regentaba un buen sujeto, don José María Rico, a quien recuerdo con la gratitud que siempre he tenido por todas las personas que contribuyeron a darme la muy poca instrucción que poseo, y que no sea obra de la lectura y del estudio fuera del colegio.
En febrero de 1938 logró mi padre que el señor don Victoriano Paredes quien se había propuesto atender personalmente a la instrucción y educación de sus hijos y se había visto comprometido a hacerse cargo de la de los hijos de uno que otro amigo, me recibiera en ese plantel que estaba formándose sin programa preconcebido y sin promesas deslumbradoras. Además de los tres hijos mayores del señor Paredes, Demetrio, Temístocles y Aristides y de su sobrino Francisco Párraga, eran entonces alumnos del colegio, que yo recuerde, Aurelio París y Francisco Vargas. El primero hace ya años que murió dejando cuantiosa fortuna. El segundo, quien vive aún, ha logrado por medio de un trabajo tan asiduo como honrado, independiente y sin figurar en contratos ni remates públicos, adquirir una de las fortunas más valiosas y de más limpia procedencia que se conocen en nuestra tierra.
En el colegio del señor Paredes pasé los años de 1838 a 1842. La circunstancia de haber sido yo tal vez el alumno más aprovechado, como lo prueba el Diploma que se me expidió, el primero de esta clase, con fecha 15 de marzo de 1840 y que aún conservo, me colocó en una situación excepcional que me proporcionó no pocas amarguras.
Encargado yo de "inspeccionar a los demás alumnos y de tomarles en muchos casos la lección, encontrábame en circunstancias bien difíciles, porque era objeto de la ojeriza de aquéllos y respecto de quienes cumplía en parte con un deber, al mismo tiempo que se me castigaba con la palmeta cuando resultaba que algún alumno no sabía la lección y que yo no había dado cuenta de ello. En tales ocasiones, después de sufrir un castigo que consideraba injusto, solía desahogarme escribiendo cartas a mi madre en las que aprovechando los conocimientos que iba adquiriendo en "Historia Romana", comparaba al señor Paredes con Calígula y Nerón.
Estas cartas generalmente no las alcanzaba a mandar a su destino, porque pronto me pasaban las impresiones bajo las cuales las escribía; pero en una ocasión una de ellas cayó en manos de mis condiscípulos, quienes la conservaron como medio de venganza en caso dado, y ella pasó de unas a otras manos hasta llegar a las de uno de los sobrinos del señor Paredes. Esta carta la había escrito yo a consecuencia de una serie de palmetazos que se me dieron sin que yo pudiera explicarme la causa de su repetición.
Por causa de ellos resolví en la próxima ocasión en que salí del colegio no volver a él sino tomar más bien el camino para Zipa-quirá a pie con un capote de calamaco y traje de colegial. Había pasado ya de Chapinero en compañía de unos indios, cuando don Eugenio Herrán, al encontrarse conmigo en esas circunstancias me puso en confesión, y como nada le oculté me llevó a su hacienda de "Salgado" que distaba poco de allí y de donde al día siguiente me condujeron a Bogotá a caballo, con mi capote en vez de ruana y zamarros de costumbre.
Había entonces ido mi madre por unos pocos días a Bogotá
y difícil fue para el señor Herrán, quien pasó a Bogotá en la misma tarde en que me llevó a "Salgado", y la informó de lo ocurrido, persuadirla de que yo le merecía el concepto de muchacho muy juicioso, no obstante que era el mismo de cuya intentona de fuga venía a informarla. Todo entonces quedó arreglado con mi vuelta al colegio.
La carta de que he hablado antes se la entregó al fin al señor Paredes su sobrino Francisco Párraga, durante unas vacaciones, y habiendo yo en curso de ello ido un día al colegio, me habló acerca de ella, me reprendió duramente y me dijo que quedaba expulsado del colegio. Habiéndole dado yo cuenta de este incidente a mi madre, le escribió ella al señor Paredes observándole que la carta de que él se quejaba, ni siquiera la había recibido ella y que era cosa de muchachos que no debiera dar lugar a que se me despidiera del colegio. El contestó manifestándose todavía resentido y calificándome de desnaturalizado, pero dejando entrever que no sería desatendida una nueva insinuación de mi madre, que ella no creyó deber hacer, terminando así mis estudios en el colegio en el año de 1842.
Por referir los incidentes de mi vida en el colegio había tardado en hablar de otros más importantes relacionados con la vida de mi padre, con su temprana muerte y con las funestas consecuencias que ella tuvo para la familia.
No pasaron dos años después de fijada su residencia en Zipa-quirá sin que tuviera ella que llorar la muerte de mi padre, ocurrida en Bogotá el 24 de noviembre de 1838 a consecuencia de una fiebre cerebral que le sobrevino, al regresar de un viaje que en asuntos de minas emprendió a Antioquia, en donde visitó la región de Remedios de malas condiciones climáticas.
Emprendió el viaje como resultado de algún contrato o compromiso con los elaboradores de sales, y su muerte, cuando acababa apenas de cumplir 38 años dejando seis hijos de tierna edad y una viuda de 25 años, fue causa para su familia no sólo de las penas y sufrimientos naturalmente consiguientes a la orfandad, sino de los que ocasionaron los socios de la Compañía de Elaboración de Sales, que hicieron todo esfuerzo para disputarle a mi madre los
derechos que mi padre tenía en la Empresa de salinas según i términos de su contrato, y que han debido reconocer y respetar i luntariamente, siquiera hubiera sido por las mejoras que mi p dre introdujo en la explotación de la mina y la elaboración de I sal; porque fue él quien descubrió y puso en explotación la pi mera mina de carbón mineral, que todavía se conoce en Zipac-j con nombre de "La Carbonera". Tal vez no me equrvoque al c presar la opinión de que este combustible no era entonces coa cido en la altiplanicie; pero sea esto así o no, el hecho es q cuando mi padre se encargó de la elaboración de sal, no se hac uso para la compactación sino de leña y chamiza procedente inmediato vecindario de Cogua.
Introdujo él también el sistema de trabajar la mina por de labores subterráneas, y el socavón que entonces se abrió hoy extensas dimensiones y es algo así como un inmenso emh dado, sostenido por columnas de sal gema. Antes de eso la se trabajaba al descubierto, lo cual requería todas las noches envío de una compañía de soldados para cuidarla y ni aún era posible evitar los robos. Estas dos mejoras debieran bas para que el olvido no se encargue del nombre de mi padre, cié cual hablo aquí por deber filial y por justicia.
Cuando, al terminar el año de 1842, salí del colegio del Paredes, mi madre consiguió por medio de un amigo, que se recibiese como dependiente meritorio en la casa de los seño Powles, Illingworth Wilson & Cía. en el mes de febrero de 1: y a ella entré a los catorce años cumplidos, sin tener ningún nocimiento en asuntos de comercio y sin entender sino una otra palabra de inglés; pero durante dos años que allí pera cí, a fuerza de oírlo hablar y de copiar, aprendí de esta legua lo suficiente para hacerme entender en ella.
Todo allí era nuevo para mí. Recuerdo que habiéndoseme para escribir una nota para alguna oficina del Gobierno el mis día de mi entrada a la casa, no pude comprender en la mar del día siguiente cómo estaba escrita en un papel delgadísimo pieza que en otro papel mejor había escrito el día anterior, sorpresa con que los aborígenes oyeron en la altiplanicie por
mera vez los disparos de los arcabuces de Quesada, no sería mayor que la experimentada por nú al ver, sin poder explicármelo, la obra de la prensa de copiar.
La casa que entonces, al ausentarse definitivamente del país el señor Illingworth y su señora, entró a administrarla el señor Patricio Wilson y que poco después cambió su razón social por la de los Powles, Wilson & Cía. se ocupaba principalmente en la agencia de las compañías mineras de Marmato, Santa Ana y la Baja y representaba también a los tenedores de bonos extranjeros, el valor de cuyos cupones cobraba y remitía a los interesados. Era el señor Wilson sujeto estimadísimo, verdadero corazón de oro, que mantenía su casa abierta para todos sus amigos y a quien muchos debieron explotar, porque cuando él murió en edad avanzada estaba en bastante pobreza aliviada por algunos amigos compatriotas suyos principalmente, que le fueron fieles en su desgraciada situación y que podían apreciar lo inmerecido de ella y recordar cómo fue él de generoso en sus mejores tiempos.

VIAJE A INGLATERRA
A los dos años de estar en la casa de Powles, Wilson & Cía. viviendo como en la mía, hubo de pensar el señor Wilson que valía la pena que se me mandara a Inglaterra y así se lo indicó a mi madre, ofreciéndole allanarlo todo para que el viaje lo hiciera yo aprovechando el que se proponía hacer el señor Roberto Trefly, antiguo amigo de nuestra familia.
Mi madre, quien en el mes de febrero de 1844, había contraído segundas nupcias con el doctor José María Coronado, gustosa y con el beneplácito de su esposo, aceptó la propuesta que el señor Wilson le hiciera y en el mes de mayo siguiente salí para Honda a reunirme con el señor Trefly.
Antes que esto tuviera lugar fui de Honda a la hacienda "La Esperanza", propiedad del señor don Mateo Viana y visité el pueblo de Guayabal en donde pude darme cuenta de los estragos causados por la inmensa inundación de lodo proveniente del río Lagunilla, que había tenido lugar no hacía mucho tiempo y había causado la muerte a centenares de personas y transformado esa comarca.
A mi regreso a Honda me reuní con el señor Trefly y allí nos embarcamos en un champán en el cual regresaban a la costa varios miembros del Congreso que acababa de cerrar sus sesiones. Nos tocó, pues, bajar el Magdalena con suma incomodidad, habiendo una noche que por el mal aspecto del tiempo nos resolvimos a pasarla en la playa a bordo, casi unos sobre otros, y una horrorosa tempestad en noche oscurísima, alumbrada minuto a minuto con sus relámpagos seguidos de truenos que infundían pavor. En Mompós pasamos un par de días que fueron de verdadero descanso y solaz, no obstante el calor intenso de esa tierra.

A pocos días de bogar llegamos a Barranquilla y allí nos hospedamos en casa del señor Santiago Wilson, hermano de don Patricio, de quien ya he hecho mención y a cuya iniciativa era yo deudor de los beneficios que este viaje a Inglaterra pudiera proporcionarme.
Era don Santiago Wilson el hombre más notable y a la verdad casi el único que entonces lo fuera en Barranquilla, en donde era con justicia muy estimado. Barranquilla tenía entonces respecto del país en general la misma importancia que hoy tiene, pero en sí era poco más que un villorrio. No contaba sino con una fonda, a cargo de una mulata de Jamaica, llamada Miss Creighton, en donde el mismo Wilson tomaba sus alimentos. En aquel tiempo no se conocían los hoteles en el país, por lo menos con ese nombre.
Después de breve residencia en Barranquilla, pasamos a Sabanilla, habiendo contratado pasaje a Inglaterra el señor Trefly en la goleta "Mary", buque de pequeñísimas dimensiones y por consiguiente de muy escasa tripulación. No era de rueda el timón como ahora se acostumbra, sino de los que ya no se usan sino para dirigir botes o lanchas pequeñas.
El viaje duraría unos cuarenta días sin que tocáramos en ninguna parte fuera de las islas Bahamas, en una de las cuales desembarcamos. No pasamos tan triste, porque el capitán de apellido Cloyd, era muy comunicativo y con él nos tratábamos con entera confianza, aparte que, en cuanto -a mí, todo me llamaba la atención y era motivo de entretenimiento. A veces venía a distraer ía sublime monotonía del mar la vista de algún buque con el cual tratábamos de ponernos en comunicación para comparar nuestros cálculos acerca de la latitud con los suyos.
Londres era el destino del buque; pero el señor Trefly había conseguido del capitán arrimar a Falmouth y que allí nos desembarcara por tener él en ese lugar relaciones de familia.
Esto tuvo lugar en el mes de julio si mis recuerdos no me engañan. Respecto de mí hubo una singular coincidencia: Falmouth había sido en otro tiempo el puerto de donde partían los llamados buques paquetes para la Nueva Granada, y mi padre el año de 1825, es decir 20 años antes, se había embarcado en uno de ellos
para la que había de ser mi segunda patria, allí donde yo desembarcaba en 1845 para conocer la suya y los suyos.
Para mí, al desembarcar en aquel rincón de Inglaterra, todo fue sorpresa, y puedo decir que desde ese momento se abrió mi corazón al intenso afecto que le he profesado a esa tierra privilegiada que por haber residido algún tiempo de mi juventud, influyó favorablemente sobre mi carácter y sobre mis costumbres.
Tras de unos días que se me hicieron sumamente cortos por las atenciones y agasajos que me prodigaron las personas amigas del señor Trefly, movidas acaso por el interés que les inspiraba mi juventud, el país de donde venía y mi modo de hablar el inglés, emprendimos marcha en ómnibus praa Plymouth, ciudad muchísimo más importante que Falmouth, en donde después de una permanencia de muy pocos días me separé del señor Trefly y seguí, al cuidado de una persona de quien nada recuerdo, a la ciudad de Exeter en donde por primera vez entré en un tren de ferrocarril. Todavía hoy me sorprende cómo pude, habiendo de cambiar de trenes en más de una ocasión en la bien larga distancia que media entre Exeter y Liverpool, llegar a esta última ciudad e instalarme en un hotel. De allí me dirigí en la mañana siguiente a la oficina de los señores A. W. Powles & Cía. a cuyo jefe, el señor Powles, venía yo recomendado, quien debía proporcionarme los recursos que yo ne-necesitara para mi sostenimiento y a cuyo escritorio estuve asistiendo sin ganar sueldo alguno.
Desde los primeros días de mi llegada a Liverpool me ocupé en descubrir el lugar de la residencia de la familia de mi padre, respecto de la cual sabía únicamente que era en el condado de York.
Yo había visto en Zipaquirá entre los papeles de mi padre varias cartas dirigidas a él, la mayoría de ellas por un amigo suyo, de las cuales por lo muy escaso de mis conocimientos en inglés no pude darme cuenta. No recordaba de todo eso cuando salí para Inglaterra sino el nombre de ese amigo residente en la ciudad de Newcastle, a quien me dirigí desde Liverpool. Pasado algún tiempo recibí en respuesta una carta de una señora cuácara, en la que después de informarme que ella había sido casada en primeras
nupcias con el sujeto a quien me había dirigido, me daba algunas informaciones acerca de la familia de mi padre que, aunque no eran del todo exactas, me sirvieron para dar al fin con ella.
Cómo esa señora residente en una ciudad populosa como New-castle que, habiendo vuelto a casarse, había tomado el apellido de su segundo marido, pudo ser hallada para entregarle una carta dirigida a su primer marido, es cosa que revela la extremada diligencia que aún en aquellos tiempos se empleaba en las oficinas de correo para lograr la entrega de una carta, por mal dirigida que estuviera.
Recuerdo que la primera carta que, aprovechando los informes de la señora de que he hablado, la dirigí a una población en donde entendí que residía una persona de la familia, después de pasar infructuosamente por varias oficinas de correo, fue al fin abierta por el administrador de correos del lugar a donde la había dirigido y ese empleado me la devolvió con una esquela en la cual oficiosamente me daba informes más exactos.
Ya con ello, pude dirigirme a uno de mis tíos, y a los pocos días vino a buscarme al escritorio un sujeto cuya esposa era pa-rienta, aunque retirada de mi familia, pero muy relacionada con ella, quien residía con la familia en Liverpool. Con él y su esposa hice poco después arreglo para instalarme en su casa, en condiciones de extremada economía, pues yo deseaba hacerme lo menos gravoso posible a mi madre. Movido por este deseo, después de haber visitado a los hermanos y hermanas de mi padre en el condado de York, quienes me recibieron con la mayor cordialidad y cariño me dirigí a Manchester al empezar el mes de noviembre de 1845, con el objeto de buscar alguna colocación y adquirir al mismo tiempo algunos conocimientos en todo lo relacionado con el empaque y despacho de las mercancías, y a los pocos días de estar allí puse un aviso en un periódico en solicitud de alguna colocación remunerada, siquiera fuera muy modestamente.
Al muy poco tiempo me contestó una de las casas que tenía relaciones de comercio con la Nueva Granada, citándome el jefe de ella a una entrevista. Durante ella, después de informarse acerca de mis conocimientos en contabilidad y en la correspondencia epistolar, tanto en inglés como en español, y de manifestarse, al parecer por lo menos, satisfecho, me ofreció para empezar, un sueldo anual de diez libras esterlinas. No era posible que yo aceptara semejante propuesta, y después de haber permanecido en Manchester los dos últimos meses de 1845 y los dos primeros de 1846, resolví volver a Liverpool, donde el señor Luis J. Santamaría, jefe de la casa granadina de Santamaría Uribe & Cía. de aquella ciudad, me llamó y me ofreció un sueldo de sesenta libras anuales. No vacilé en aceptarlo, porque aun cuando no era suficiente para mis gastos, yo verdaderamente no podía pretender más.
En esta casa estuve, siempre bien tratado, hasta principios de 1849, cuando deseoso ya de regresar al lado de la familia, deseché las ofertas que repetidamente me hizo de un mejor sueldo el señor Santamaría.
Durante mi residencia en Liverpool hice varios viajes a visitar la familia de mi padre, por la cual fui siempre recibido con agrado, y tratado con mucho cariño, durante los días que pasaba con ella. En otras ocasiones me ausenté de Liverpool para acompañar a granadinos que iban a Manchester, Glasgow y otros puntos con el objeto de hacer sus compras de mercancía, y así conocí otras ciudades notables como Edimburgo, Birmingham, Sheffield y el mismo Londres; pero puede decirse que no alcancé a conocer sino el exterior de estas ciudades, porque llevado del propósito de no ser demasiado gravoso a mi madre no hacía sino los gastos más indispensables.
Tal fue mi parsimonia que dos años había estado en Inglaterra sin que se me ocurriera ir a un teatro por primera vez. En lo único en que me aparté de esta conducta fue en la compra de libros, de los cuales tenía una colección regular cuando me embarqué de regreso para la Nueva Granada.
Durante mi permanencia en Inglaterra vino a ser el inglés mi habla ordinaria, y sin haberlo estudiado jamás, la práctica me familiarizó tanto, que la generalidad de las gentes no llegaron a comprender por mi lenguaje que yo no fuera inglés. Cuando la guerra de los Estados Unidos con México, se me ocurrió escribir algo en defensa de este país en un periódico de Liverpool bajo el seudónimo de "Un Hispano-Americano", lo cual dio lugar a una polémica con un americano y éste acabó por decir que sospechaba que "Hispano-Americano" aun cuando con bandera española era buque inglés. Sea como fuere, mi permanencia de cerca de cuatro años en Inglaterra en la edad en que el medio en donde uno vive puede obrar decisivamente sobre el carácter y sobre las ideas, produjo sus efectos en mí, no sé si para mi bien o para mi mal. Me inclino a creer que más para lo último que para lo primero, porque es una desgracia tener ideas y costumbres que no son en general las de la tierra en que se vive.


REGRESO A LA PATRIA
Resuelto, como queda dicho, a regresar al seno de mi familia conformándome con los deseos que mi madre y su esposo me habían expresado desde el año anterior de 1848, hice mis aprestos de viaje y el 10 de abril de 1849 me embarqué en Liverpool en el bergantín "Mary Elizabeth", que llevaba a bordo un valioso cargamento. Habíamos hecho una feliz travesía hasta el día 13 de mayo, cuando el buque, por llevar una dirección demasiado cercana a las costas, encalló en las de la Goagira, en el cabo de Punta Gallinas, a la una de la mañana del lunes 14. Después de golpear mucho durante las horas que faltaban para amanecer, volviéndose girones el velamen, la quilla del buque se rompió y éste empezó a hacer agua en abundancia, y aunque no se hundió, quedó como clavado en poco fondo.
Poco después de amanecer vióse cubierta la playa de indios goagiros, algunos de los cuales vinieron nadando, a bordo de la embarcación, en la cual fue imposible guardar el orden, porque el capitán, al ver que ella estaba irremisiblemente perdida, se embriagó y si yo, el único pasajero a bordo, no hubiera tenido la prevención de inducir al contramaestre a que cautelosamente derramáramos todo el ron que había a bordo, habríamos tenido trágico fin, como fácil es de comprender.
Después de pasar horas de suprema angustia, expuestos constantemente al peligro de los indios que estaban a bordo, sin poder ni preparar ningún alimento, viendo que la algazara y el desorden iban en aumento, al fin a las tres de la tarde, armándonos con unos fusiles que había a bordo, pero descargados y sin municiones, salimos del camarote y ahuyentamos a los indios, quienes se botaron al agua, y a nado se dirigieron a la playa. Por la fuerza llevamos al capitán a la lancha que teníamos lista al costado del
buque, con un barril de agua, galletas y tocino salado y tratamos de alejarnos de la costa hasta donde era prudente.
Eramos diez y ocho personas, pero como ya queda dicho, era yo el único pasajero, y el único que en esa situación y estando el capitán completamente ebrio, pude indicarles a los marineros la conveniencia de dirigirnos a Riohacha, como puerto el más cercano y accesible. A la verdad, puedo asegurar sin vanagloria que sin mi previsión y mis esfuerzos a bordo, lo mismo que durante el tiempo que estuvimos en la lancha, nuestra suerte habría sido probablemente desastrosa. La noche oscura y con una mar agitada fue de suprema angustia.
El timón de la lancha se rompió, y fue preciso darle a ésta dirección con un remo, operación que pronto agotaba las fuerzas del timonero, siendo mi preocupación constante la de inducir a todos los marineros a que alternaran en el timón y a que aligeraran la lancha, expuesta como estaba a zozobrar a cada momento con las oleadas y el agua que arrojaban en ella. Observaba yo con alarma que los marineros estaban resignados con su suerte y con poca disposición para tratar de salvarse. En medio de tanto conflicto el capitán despertó por un momento y pretendió arrojarse al mar, lo cual hizo necesario que se le amarrara.
Felizmente amaneció el martes, el mar se tranquilizó y ya nuestra preocupación fue la de tomar algún alimento que no habíamos probado, desde las siete'de la noche del domingo; mas el agua salada había dañado completamente las galletas, las olas con sus golpes habían destapado el barril del agua y mezclándose con ésta la hacían intomable y era imposible comer tocino crudo. Anduvimos pues lentamente todo el día; pasando al frente del cabo de "La Vela" como a las nueve de la mañana y manteniéndonos a cierta distancia de la costa, pero con ella siempre a la vista, sometidos a un sol de fuego, atormentados por la sed y con otra noche terrible en perspectiva.
Por fortuna, antes de las cinco alcanzó a ver el cocinero a gran distancia un buque, hacia el cual nos dirigimos a todo remo e izando la vela, que de algo nos había servido a ratos durante el día.
Nos aproximamos al buque, el cual por buena suerte para nosotros, había echado el ancla frente a un sitio llamado el "Carrizal" que el capitán suponía fuera el puerto de Ríohacha y aguardaba la venida del día siguiente para reconocer.
El buque era escocés y fuimos recibidos por el capitán con toda la hospitalidad que se acostumbra para con los náufragos, y que nosotros, acosados por el hambre supimos aprovechar.
En el curso del día siguiente llegamos a Ríohacha, en donde residían los señores Cataño y Yacaya, cuyos nombres no recuerdo ya, y quienes en años 'anteriores habían estado en Bogotá como miembros del Congreso y me habían conocido en la casa del señor Wilson, a donde eran invitados con alguna frecuencia a comer. Cada uno de ellos quiso llevarme a su casa y al fin se convino que alternarían en atenderme y asistirme.
A Ríohacha llegué sin ropa y sin recursos de ningún género, porque todo mi equipaje que era de unos cinco bultos, cuyo principal contenido era de libros, se perdió. Como a Ríohacha llegó pronto la noticia que los indios estaban disponiendo de las muchas mercancías que habían caído en sus manos, en cambio, entre otras cosas, de aguardiente, algunas goletas de las usadas para el comercio de cabotaje se dirigieron a la Goagira a negociar con los indios. Con la esperanza de recobrar algo de lo perdido me embarqué en una de ellas, "La Lafayette", y lo único que encontré en la cubierta del buque, fue un Diccionario Inglés-Español que mi padre le había regalado a mi tío y más tarde a mi suegro, el doctor Domingo Mutis, y éste a su turno me lo dio en 1841.
Me ocupo de esta nimiedad, porque ese libro así rescatado tiene gran valor de afecto por los recuerdos que encierra.
Volví a Ríohacha después de esta permanencia en la Goagira en el "Puerto de Bahía Honda", sin más resultado que el que acabo de hablar; y habiéndose presentado el buque de guerra inglés llamado "La Sapho", procedente de Jamaica, en donde habiendo el capitán tenido noticia del naufragio, había venido a ver qué podía hacer en favor de los interesados en el buque y su cargamento.
A invitación suya acompañé al buque a la Goagira, más con el halago de conocer la vida a bordo de un buque de guerra que con
la esperanza de obtener nada favorable para mí. Por otra parte, imposibilidad para seguir como lo deseaba, mi viaje a Santa Marta, pues todas las embarcaciones se dirigían de preferencia a la Goa-gira, me pareció mejor la vida de unos tres días en el buque de guerra inglés que la vida monótona de Ríohacha.
Pasado algún tiempo después de esta excursión, se presentó una goleta para Santa Marta en no muy buen estado para navegar pues hacía alguna agua, sin embargo de lo cual y no obstante que iba con muchos pasajeros, por hacer bastante tiempo que no salía buque para aquella ciudad, me embarqué en ella y después de una travesía bien incómoda llegamos a Santa Marta, en donde me recibió en su casa el estimable y acaudalado caballero don Joaquín de Mier, en cuya quinta de San Pedro Alejandrino murió el Libertador, y para quien no era yo persona desconocida, por estar él íntimamente relacionado con el señor Santamaría, de cuyo servicio en Liverpool acababa de separarme.
Después de corta permanencia en Santa Marta, me puse en marcha para Barranquilla, a donde hice una penosa travesía por los caños, muy atormentado en la noche a causa de los mosquitos.
Había hecho la navegación del Magdalena cuatro años antes sufriendo incomodidades en un champán. Ahora iba a subir el río en uno de los vapores con que se estableció, porque en ese lapso de tiempo tuvo lugar precisamente la progresista Administración del General Mosquera (hablo de la primera, pues Dios me guarde de decir nada en alabanza de la segunda) durante la cual se había formado el sistema monetario, se había suprimido el monopolio del tabaco y mediante esto se había creado un emporio de riqueza en la comarca de Ambalema, con notable beneficio para todo el país y se había establecido la navegación por vapor del Magdalena. Esto y algo más, fue el legado de esa Administración a la otra que acababa de instaurarse. Esta en cambio, más tarde pudo ufanarse ante el país del establecimiento y fomento en toda la República de las Sociedades Democráticas, de sus brutales persecuciones a las comunidades religiosas, a los ministros de la Iglesia y sus Obispos, y de los ataques y violencias contra las personas y las propiedades, en el Cauca, consentidas y hasta autorizadas por los gobernantes... mas estoy desviándome de mi propósito que no
es otro que el dejar para aquellos que me sobrevivan y me recuerden entre los míos una ligera relación de mi vida y que, aunque humilde, puede tener para ellos algún interés por referirse en gran parte a una época desconocida ya para la generalidad de las personas que lean estas páginas.
Tomando, pues, el hilo de mi narración, diré que después de algunos días de permanencia en Barranquilla, me embarqué el 19 de junio para subir el río Magdalena en vapor del mismo nombre, uno de los dos con que recientemente se había establecido en esta vez la navegación a vapor; digo en esta vez, porque ya muchos años antes se habían hecho dos ensayos de corta duración. Aún en esta ocasión, cuando me embarqué en el "Magdalena", ya el otro "Nueva Granada" había sufrido un desastre pavoroso con la explosión de su caldera, causando entre otras muertes la de un señor Toro, antioqueño, con quien había estado no mucho tiempo antes en Manchester y Glasgow comprando mercancías.
Después de pasar por Mompós el 21 de junio, llegamos a Nare el 2 de julio y seguimos hasta Conejo, término entonces de la navegación por vapor y de ahí me trasladé con algunos otros viajeros a Honda en bestias de alquiler de la peor calidad. De Honda seguí mi viaje para Bogotá por Guaduas y Villeta, y deseosísimo de ver la familia seguí para Zipaquirá. No estaba allí una parte de ella pues mi madre con su esposo y el resto de la familia se había ido para el Guamo, población de la entonces provincia de Mariquita, a pasar una temporada en tierra caliente.
Mi permanencia en Zipaquirá, agradable al principio por encontrarme en medio de los míos y porque hubo entonces unas fiestas en las cuales tomé parte con todo el entusiasmo de los 21 años, pronto se vio intranquilizada por las noticias que empezaron a recibirse de los estragos que el terrible cólera estaba haciendo en nuestra costa, en donde en ciudades como Cartagena, Santa Marta, Barranquilla y Mompós, la mortalidad era horrorosa y proporcio-nalmente lo mismo en todos los pueblos pequeños situados a las orillas del Magdalena; y como el cólera venía subiendo por todo el río con una regularidad implacable, en términos que en el año de 1850 llegó hasta Neiva, después de hacer estragos en Honda y Ambakma, .estuvimos en Zipaquirá alarmados por el riesgo que tenía parte de la familia que estaba por allá, casi a orillas del Magdalena. Felizmente el cólera no invadió esa comarca sino cuando la familia había regresado a Zipaquirá.
Después de estar algunos días reunido con toda la familia, empecé a preocuparme con mi suerte y me dirigí a Bogotá. Allí el señor don Raimundo Santamaría, sin que yo alcanzara a hacer diligencia ninguna, espontáneamente, me ofreció una colocación en su escritorio con un sueldo de seiscientos pesos anuales que poco después elevó a ochocientos pesos. Sospecho que él estuvo a brindarme ese puesto porque su primo y consocio el señor Santamaría de Liverpool hubo de recomendarme.
En el escritorio del señor Santamaría estuve desde fines de 1849 hasta fines de 1853, prestando mis servicios como Tenedor de Libros y escribiendo su correspondencia privada, cosa bien penosa, porque él era persona muy relacionada en el país, y no dejaba de ser difícil para mí expresar en mi lenguaje sus sentimientos como cuando, con motivo de la muerte de su esposa, me tocó corresponder a las numerosas cartas de pésame que recibió. Felizmente el carácter y virtudes de esa señora me hacían menos difícil la obra de expresar respecto de ella los sentimientos de su esposo.
Durante ese tiempo asistí al escritorio con una puntualidad que sólo la revolución de 1851 interrumpió. Hubo ocasiones que por ver a la familia sin faltar a mis deberes, salía para Zipaquirá el sábado a las cinco de la tarde, después de cerrar el almacén y regresaba el lunes a la madrugada para abrirlo a las horas de costumbre. Siempre el señor Santamaría me distinguió, y su familia me trató hasta con cariño teniendo entrada en su casa y asiento en su mesa como si fuera parte de ella.
Desde principios de haberme radicado en Bogotá estreché las relaciones que antes había tenido con la familia del señor don Tomás Fallón, y su casa la visité como propia, hasta que una parte de ella, las dos hijas y el hijo que él tenía, se fueron hacia el año de 1852 para Inglaterra, de donde el señor Fallón era 'oriundo y tenía un hermano residente en la ciudad de Cheltenham. De las dos hijas, Tomasa, la mayor, murió en Inglaterra, y Cornelia, la menor, en el mar cuando con su hermano regresaba al lado de sus padres. Felizmente, el mar no devoró su cadáver, el cual encontró cristiana sepultura en una de las Antillas. Casi en los momentos en que escribo esto, en 1905 ha descendido al sepulcro Diego, el hermano, en edad ya avanzada, después de haberse distinguido más que por sus méritos artísticos y literarios, por sus virtudes que él mantenía como ocultas en el seno de la familia. De toda la de su padre, a la cual tuve cariño tan sincero, no vive nadie pero la memoria de ella vivirá hasta la muerte en mi corazón.

EN LA REVOLUCIÓN DE 1851
En el año de 1850 se estableció en Bogotá una sociedad política de jóvenes conservadores, denominada "Sociedad Filotémica" de la cual eran miembros Joaquín F. Vélez, Carlos Holguín, Rafael Pombo, Manuel María Medina, Juan Esteban Zamora y muchísimos otros cuyos nombres no recuerdo ya y entre los cuales se encontraba el mío.
Encendidas entonces las pasiones por las violencias del Gobierno con el clero y por los excesos de las sociedades democráticas que el partido gobernante declaró ser los mejores apoyos del Gobierno, estalló al fin del año de 1851 una revolución en el país, en la cual debían tomar parte los miembros de la "Sociedad Filotémica". Debíamos dirigirnos' al efecto una noche al cerro de Guadalupe, en donde nos aguardaban ya los artesanos miembros de la "Sociedad Popular" y para ello nos reunimos en una casa de la calle del Rosario, pero con tan poca cautela que los preparativos pusieron en alarma a las autoridades, las que hicieron iluminar las calles de la ciudad.
Allí reunidos, tanto se demoró la partida y con tan poco sigilo se obró que las autoridades no tuvieron dificultad en efectuar su captura. Yo que previ los sucesos, alarmado persuadí a un miembro de la "Sociedad Popular" que estaba con nosotros a que abandonáramos esa casa, en donde parecía que nuestros compañeros en lo menos que pensaban era en ponerse en marcan, y al efecto, nos fuimos en la obscuridad de la noche, por el río San Francisco arriba hasta salir a la Aguanueva y de allí subimos a Monserrate jadeantes, y sin que yo me diera cuenta de cómo habíamos podido dar con el camino en noche tan obscura, conservando mi rifle.
Allí pasamos ateridos de frío en unión de la gente que había
estado esperándonos, una noche de ansiedad, pensando en la suerte que hubiera cabido a los jóvenes de la "Filotémica". Vino el día y a las nueve de la mañana, cuando supimos que ellos habían sido apresados, nos pusimos en marcha por el páramo, a salir al pueblecito de La Calera, en donde pasamos la noche para de ahí salir a Guasca, a reunimos con la gente que allí tenía don Pastor Ospina y entre la cual, según se había dicho en Bogotá, se contaban ochocientos llaneros.
Cansado ya de andar a pie, llegamos a Guasca en la tarde de ese día, habiendo salido a nuestro encuentro algunos que allí estaban en armas, quienes nos arengaron para inspirarnos un entusiasmo que acaso ellos mismos no sentían si ha de juzgarse por el panorama que al entrar en la plaza de Guasca se presentó a nuestra vista.
Formados en la plaza nos aguardaban unos ciento veinte hombres, una docena de ellos armados de fusil y los otros con lanza o cuchillos empatados como lanzas, y para custodia de esos hombres había un centinela en cada una de las esquinas de la plaza.
Coníieso que en ese momento fue el pundonor lo único que no me dejó abandonar una empresa irremisiblemente condenada a fracasar y no pude menos que compadecer a don Pastor sobre quien pesaba una enorme responsabilidad y quien también sólo por pundonor podía ya continuar una empresa imposible.
Después de estar en Guasca unos dos días, al saber que ya venían fuerzas sobre nosotros, emprendimos una noche retirada a Gacheta con la esperanza de unirnos con gente que aún se decía venía de los llanos. Anduvimos toda la noche y casi todo el día siguiente por el camino que por el páramo conduce a Gacheta y en esa población permanecimos unos dos días e hicimos que las autoridades se pronunciaran. Allí se nos reunieron unos cuatro vecinos de Chipasaque (hoy Junín) y al recibir la noticia de la aproximación del coronel Evaristo Latorre con las fuerzas del Gobierno nos pusimos en marcha con dirección a Medina; pero habíamos andado una legua por el camino que va de travesía cuando divisamos a lo lejos fuerzas enemigas que del otro lado del río Guavio seguían paralelamente con nosotros, tratando al parecer de cortarnos.
Aquello no fue más que una escaramuza en la cual varios de nuestros jinetes, situados en camino estrecho, fueron despeñados escapando milagrosamente de la muerte. Fue uno de éstos don Pastor Ospina y junto con él muchos quedaron prisioneros, mientras que los de la infantería después de hacer algunos tiros, pudimos en lo general escapar y yo, con unos pocos compañeros más, me oculté en un montecito hasta que, llegada la noche, nos refugiamos en el rancho de unos labriegos, en donde secretamente mandamos al día siguiente por algunas escasas provisiones al pueblo de Gacheta y después de procurarnos unos guías emprendimos camino para alejarnos de allí. Toda esa noche anduvimos sin descanso, pero con el inesperado resultado de encontrarnos al amanecer no muy lejos del mismo pueblo de Gacheta que habíamos querido dejar atrás, y yo por mi parte sin uno de mis botines que había dejado enterrado al sacar el pie de un atolladero; mas no obstante, así pude andar todo el resto de la noche. El peligro de caer en malas manos me hizo insensible a esa incomodidad.
Ese día mis compañeros resolvieron seguir con dirección a Bogotá, acompañados de uno de los guías; pero como no me halagaba la perspectiva de un escondite en la alcoba de alguna casa de Bogotá por tiempo indefinido, resolví sin que me arredrara la distancia, dirigirme a las minas de esmeraldas de Muzo cuyo administrador era el señor Fallón y en donde entonces se encontraba su familia, con quien podría pasar contento el tiempo hasta cuando se aplacara la tormenta.
Me despedí de mis compañeros y habiéndome procurado una hora antes nuevos botines continué a pie el camino por los páramos de Tilatá y pasando por un lado de Suesca tomé por el páramo de Ovejera y en esas soledades, cosa singular, tuve noticia de haber sido aprehendido don Mariano Ospina en Bogotá; siguiendo por cerca de Cucunubá di al fin con el camino real de Zipaquirá a Chiquinquirá, por el que seguí montado en bestia enjalmada con algunos indios desde adelante de Ubaté y pasé con ellos al galope d pueblo de Susa. Así llegué a inmediaciones de Simijaca y allí


encontré un nuevo guía que, esquivando esta población, me condujera a Muzo.
Emprendimos marcha para la tierra caliente por caminos quebradísimos, pero estaba ya tan habituado a andar a pie que en ocasiones me adelantaba al guía. En el camino, antes de llegar al pue-blito de Puripí, se nos reunió otro caminante con quien seguí en conversación. Al llegar con él al mencionado pueblito, por su ninguna importancia y por estar yo lejos ya del teatro de la guerra, no creí que hubiera ningún peligro en pasar por él y entramos a una tienducha a tomar limonada. Estábamos en ello cuando se nos presentaron dos hombres que decían ser uno el Alcalde y el otro Presidente del Cabildo, y nos pidieron el pasaporte.
A falta de éste se me ocurrió hacer uso del castellano propio de un inglés poco práctico en la lengua para manifestar que estaba recién llegado al país al que'había venido contratado para las minas de Muzo y que yo no entendía esta cosa de los pasaportes. Mi modo de hablar pareció dejarlos satisfechos; pero luego desconfiando se le ocurrió al Presidente del Cabildo preguntarme por qué me había venido a pie, a lo cual contesté que estando recientemente llegado al país, no podía andar a caballo en estos caminos, tan diferentes a los de mi tierra, y que además como yo era un hombre de ciencia me gustaba examinar las tierras en busca de minas y de plantas lo cual no podía hacer muy bien a caballo. Esta explicación les satisfizo de tal modo que me dejaron seguir; pero yo había observado la sorpresa con que mi compañero accidental de viaje me oía hablar en lenguaje tan diferente del que poco antes había venido usando con él, y al seguir mi camino pude notar que se quedaba hablando con el Alcalde.
Alarmado con esto le dije al guía que apuráramos, y habíamos andado así una legua cuando cansado de andar a prisa, sediento y más tranquilo ya, arrimé a una ventana a tomar nuevamente limonada. Debían estar de fiesta allí, porque un viejito muy alegre con quien di, me instó a que no siguiera adelante porque había baile esa noche.
Olvidando lo de atrás y anheloso por descansar resolví quedarme. Un rato después pusieron de comer y por supuesto me dieron sitio
en la mesa. Estando en la comida llegó el compañero de viaje que se había quedado conversando con el Alcalde y cuando le preguntaba yo qué había hablado con él, observé que ese funcionario estaba ahí. Había venido a caballo a la fiesta pues había sido convidado. No me quedó más recurso que el de adoptar un término medio entre mi habla ordinaria y aquella que me había servido para pasar por inglés. Por buena suerte no era el Alcalde muy despierto. Le caí bien y mientras la otra gente bailaba él conversaba conmigo, dándome el nombre del "Francés". Yo le hablaba de lo imposible que era que este país con sus frecuentes revoluciones prosperara y entreteniéndolo con las cosas de Inglaterra; pero en medio de todo anhelaba porque amaneciera para seguir camino y salir de tan embarazosa situación. Vino al fin el día y continué mi viaje, no habiendo de ahí para adelante incidente notable.
Al cabo de unos seis días después de la derrota llegué a las minas habiendo antes pasado por la antigua ciudad de Muzo y que era entonces poco menos que un montón de ruinas. En la casa del señor Fallón respiré y pasé unas dos otres semanas libre de todo peligro, contento y en el goce de completa libertad. Cuando juzgué que debiera aproximarme a Bogotá resolví aprovechar el viaje de un empleado de las minas para regresar con él, llevando la vía que por los pueblos de Cóper y Buenavista conduce a Sí-mijaca.
En Zipaquirá pude comprender que aún no era prudente volver a Bogotá, pues todavía mis compañeros de aventura estaban pre-y bien podría suceder que al fin me tocara hacerles compañía. Resolví trasladarme a un campo inmediato a Zipaquirá, en donde pasé muchos días en constantes diversiones con otros amigos hasta que, por el curso que llevaban los acontecimientos, creí que ya debía ir a Bogotá, para tratar de volver al escritorio del señor Santamaría, que no había pensado en reemplazarme, ni descontó el sueldo durante el tiempo de mi ausencia.
Regresé en efecto y allí cumplí con el deber de visitar en su prisión a los compañeros de "La Filotémica" que unos dos meses antes se habían dejado coger como ratón en trampa, pero quienes se evitaron los trabajos que yo había pasado. Entre lo uno y lo otro prefiero la suerte que me cupo. Visité también a don Mariano y don Pastor Ospina y a este último le entregué en la prisión una pequeña cantidad de dinero que me había quedado de los escasos fondos que de él había recibido para gastos de la fuerza, y nadie supo que yo tuviera los mismos compromisos que los jóvenes de "La Filotémica" a quienes en la prisión visitaba, y aun mayores, puesto que ellos no llegaron a ponerse en armas.
Un poco más tarde ellos, para recobrar su libertad tuvieron que elevar solicitudes y dar fianzas de observar en adelante pacífica conducta, de todo lo cual me salvé por buena suerte.


LUCHAS POLÍTICAS
Con la Constitución de 1853 se estableció el sufragio universal y directo y se ampliaron las atribuciones de las cámaras de Provincia que en adelante habían de llamarse "Legislaturas provinciales". Resulté elegido diputado de la Provincia de Bogotá, y como tal concurrí a las sesiones de fines de 1853, a las cuales asistieron también entre los muy pocos que aún recuerdo, don Pedro Fernández Madrid, don Miguel Saturnino Uribe y José María Osorio y entre los liberales, que estaban en minoría, don José Eusebio Otálora. Este y un compañero suyo ocuparon puestos como Diputados por el cantón de Cáqueza, por haber el jurado escrutador computado separadamente los votos dados a cada uno de los dos candidatos conservadores, cuando llevaban antepuesto el título de Doctor, es decir, considerando, verbi gracia, al doctor Ignacio Ospina, que era uno de los candidatos, como persona distinta de Ignacio Ospina.
En la Legislatura la mayoría, en atención a la cordialidad que reinaba entre todos los diputados, no quiso turbarla entrando a discutir y decidir sobre la validez de la declaratoria de las "Elecciones de Cáqueza" en favor de los diputados liberales; pero ya al cerrarse las sesiones creyó deber abordar la cuestión para no sancionar con su tolerancia definitiva la declaratoria rabulesca del jurado escrutador de Cáqueza.
Así lo hizo la "Legislatura" y los diputados liberales fueron expulsados cuando estaban próximas a cerrarse las sesiones. Fue entonces cuando el doctor Otálora publicó una hoja con el título "No puede haber fusión posible" lo cual quedó sonando en los oídos de la gente por bastante tiempo. Conforme a lo dispuesto por la Constitución de 1853, los Gobernadores de las Provincias, nombrados hasta entonces por el Presidente de la República, debían serlo en adelante por elección popular, y en la mayor parte de las provincias resultaron elegidos Gobernadores conservadores. En la de Bogotá lo fue el señor don Pastor Ospina; y en la de Zipaquirá, en donde funcionaba como Gobernador nombrado por el Presidente de la República el señor doctor Felipe Pérez, el candidato popular que era mi padre político el señor doctor José María Coronado; pero el doctor Pérez esperaba continuar de Gobernador y puso en acción toda clase de medios para hacerse elegir. No hubo arma por vedada que fuera de que no hiciera uso.
Como a pesar de esto la inmensa mayoría de los sufragios favoreció al doctor Coronado se trató de compeler a la Legislatura que debía hacer el escrutinio y la declaratoria, que lo hiciera en favor del doctor Pérez, que al efecto cuando ella se reunió para este fin se la mantuvo rodeada por una turba de "democráticos" quienes obligaron a los miembros de la Legislatura a permanecer reunidos, consintiendo para que no tuviera pretexto para salir del local de las sesiones, que se les llevasen alimentos en los cuales arrojaban ellos en algunos casos impurezas, como cabos de tabaco, que los hacían intomables; mas, aún así, todos los diputados de la mayoría pudieron escaparse y dirigirse personalmente al Presidente de la República en solicitud de garantías y al fin de todo la Legislatura declaró como debía, la elección en favor del doctor Coronado quien tomaría posesión el día 10 de enero de 1854.
Como había gran entusiasmo en todos los pueblos de la Provincia, grandísimo número de jinetes concurrió en ese día al puente del Común a unirse con el doctor Coronado, quien venía de Bogotá. Lleno el gentío de alborozo partió para Zipaquirá contando con que allí todo sería entusiasmo y regocijo, pues nadie se imaginaba que ante tan imponente demostración se pensase por los contrarios en ninguna manifestación de hostilidad.
Mas no fue así, porque los democráticos, distinguidos por las cintas coloradas, promovieron conflictos de tal modo que la población estuvo durante más de 24 horas en muy azarosa situación y hubo reyertas y motines que dieron lugar a que el Presidente, General Obando, y aquellos que le rodeaban pretendieran culpar en todo al nuevo Gobernador, doctor Coronado, por haberse entrado a Zipaquirá con tan numeroso acompañamiento, como si él hubiera podido o debido oponerse a una muy legítima manifestación de sus amigos, sin lo cual por otra parte los democráticos hubieran impedido que se posesionara.
El General Obando, haciendo uso de la atribución que le estaba conferida por la nueva Constitución, suspendió al Gobernador; pero la Corte Suprema, en ejercicio de la suya, fijó en tres días el término de la suspensión, que fue tanto como declarar que no había habido motivo para ello. No transcurrieron cuatro meses sin que sobreviniera la Dictadura de Meló y entonces le tocó al doctor Coronado cumplir con sus deberes de Gobernador de la Provincia y de servidor y amigo del Gobierno Constitucional, por todos los medios que le fue posible.




RESIDENCIA EN SANTANDER
Yo me encontré en todos los sucesos de Zipaquirá relacionados con la posesión del Gobernador, habiéndome, al terminar el año de 1853, separado definitivamente del escritorio del señor Santamaría para radicarme en Bucaramanga: pero antes de hablar de esto, debo volver a tratar de mi anterior" vida en Bogotá. Durante los cuatro años que estuve establecido allí, pude hacerme cargo de llevar los libros de comercio del señor Carlos Michelsen, de don Mauricio Ruiz y de la Compañía de Minas de Esmeraldas, sin desechar algunos otros trabajos que se me presentaban en todo lo cual ocupábame por las noches y con frecuencia los domingos.
Así había logrado hacer mis gastos personales, reducidos por fortuna a atender a la educación de mi hermano Juan en el Colegio del Espíritu Santo, y ahorrar además unos tres mil pesos, que si hubiera continuado en Bogotá se habrían aumentado notablemente, pues el señor Santamaría para inducirme a que continuara en su almacén me abrió un crédito con el cual pedí unas mercancías para expenderlas a su lado y cuya factura alcancé a recibir, pero de las cuales se hizo cargo cuando insistí en separarme, por haberme propuesto mi tío, el señor Manuel Mutis, que fijara mi residencia en Bucaramanga, en donde estableceríamos una sociedad mercantil en la cual pondría yo mi pequeño capital de tres mil pesos, y él uno de treinta mil.
Esta consistiría principalmente de sombreros de Girón, que debería yo llevar para su venta a los Estados Unidos y pasar después a Europa a comprar mercancías, siendo divisibles por mitad entre los dos socios las utilidades de la compañía. Aceptada por mi parte esta propuesta, me puse en marcha para Bucaramanga, a principios de 1854, y una vez allí nos ocupamos de arreglar mi salida
para los Estados Unidos, debiendo llevar conmigo a los cuatro hijos mayores de mi tío Manuel que eran Emilio, Juan, Guillermo y Jorge, quienes quería él que se educaran en los Estados Unidos, sin que lo arredraran los ingentísimos gastos que esto le ocasionaría.
Partimos, pues, en compañía de don Joaquín Escobar, pero no sin que yo hubiera dejado arreglado para mi regreso el matrimonio con mi prima hermana María Antonia, hija de mí tío Domingo Mutis, paso que di pronto sin vacilar, porque desde temprano la había conocido, y su carácter y modo de ser eran para mí garantía de ser ella mi fiel compañera, como lo ha sido en la vida tan llena de vicisitudes que nos ha tocado.
Hicimos un viaje bastante penoso en un bote o bongo en el río, y en Barranquilla contratamos pasaje en el bergantín Winthrop, el cual debía hacer escala en Cartagena. A llegar a este puerto, el empleado que hizo la visita en la lancha de la Aduana, nos comunicó la nueva del levantamiento de Meló en Bogotá el 17 de abril y nos pidió noticias del General Mosquera a quien consideraban en Barranquilla y lo esperaban con ansiedad. En Cartagena, una vez en tierra, presencié lo ocurrido con el Gobernador Nieto, quien, por lo visto, pretendió favorecer el alzamiento de Meló y viéndose contrariado, rompió el bastón en un momento de despecho.
De Cartagena siguió el Winthrop su viaje para Nueva York sin novedad ninguna en toda la navegación; pero me tocó sufrir durante algunos días de un cólico que me atormentó tanto más, cuanto que a bordo no había absolutamente medicamento alguno a qué apelar y hube de conformarme con frecuentes fomentos de agua casi hirviendo. El desamparo que se siente en circunstancias tales influye mortalmente en el ánimo más que la misma enfermedad.
Así que llegamos a Nueva York nos instalamos en una casa de huéspedes, y me puse en comunicación con los señores Caesar & Pauli, porque con el segundo de los socios había tenido algunas relaciones en Bogotá unos cinco años antes. Pronto comprendí que la venta de los sombreros en el estado del mercado entonces, era operación que demandaba tiempo, y como no creí deber pasar a Inglaterra a la compra de mercancías mientras no recibiera noticia de haberse restablecido el orden público en la Nueva Granada, resolví permanecer mientras tanto en Nueva York.
Coloqué a los cuatro hijos de mi tío Manuel en el Colegio de Mount Saint Mary, en el Estado de Maryland, a donde fui con ellos y regresé a Nueva York después de pasar, deteniéndome en Washington, Baltimore y Filadelíia el tiempo apenas suficiente para formarme alguna idea de esas ciudades.
^ Hasta los primeros meses de 1855 permanecí en Nueva York no tanto por atender a la venta de los sombreros, pues esto al fin lo dejé al cuidado de los señores Caesar & Pauli, cuanto por aguardar ju saber el desenlace de la Revolución, que al fin supe había terminado con la entrada triunfante de las fuerzas del Gobierno a Bogotá el 4 de diciembre de 1854.
Seguí para Inglaterra en momentos que estaba impresionada la ciudad de Nueva York con el naufragio, ocurrido no muy lejos del puerto, no recuerdo si del vapor Artic o del Pacific, dos famosos buques de una compañía americana cuyo Presidente o Director regresaba de Europa, y fue una de las muchas víctimas del desastre. El otro vapor no mucho tiempo antes hubo de perderse en alta mar, pues nunca llegó a su destino ni se supo nada de la suerte que corriera.
Por segunda vez en mi vida toqué las playas de Inglaterra, desembarcando en Liverpool en donde menos de seis años antes me había embarcado en circunstancias bien distintas. Dejé entonces un puesto como dependiente de la casa del señor Santamaría y ahora regresaba a tratar con él de la compra de mercancías por su conducto, contando no solamente con los recursos que llevaba, que no eran suficientes para las compras que deseaba hacer, sino con el crédito que él me abriría y que en realidad me abrió sin más garantías que el convencimiento que tenia de mi carácter según me lo manifestó.
Estando ya para entrar en las compras, llegó de Bucaramanga el doctor Ruperto Arenas, quien después de mi salida de esa ciudad había contraído matrimonio con la señorita Vicenta Mutis, hija de mi tío Manuel, y habiendo hecho arreglos con él para hacer
un viaje a Europa con el objeto de comprar también algunas mercancías, traía para mí una carta de recomendación, según la cual debía yo ayudarle con mis relaciones y conocimientos del inglés.
Con este motivo juzgué que lo más conveniente sería que hiciéramos un solo de los dos negocios debiendo corresponder a mí tío Manuel un 50,% a Arenas un 20% y a mí el 30% restante, que correspondía a mis mayores fondos y facilidades para las compras. Así se convino y de conformidad hicimos nuestras compras en Manchester y Glasgow y después de haber hecho algunas también en Londres y de haber hecho yo una visita de algunos días a mis parientes ingleses, pasamos a París al principio del mes de mayo de 1855 y allí compramos los artículos franceses que necesitábamos, valiéndonos de la casa Beltrán & Javier y después volvimos a Inglaterra para embarcarnos de regreso a la Nueva Granada, como lo hicimos en Southampton el 18 de junio en el vapor Tayne.
No recuerdo ya las circunstancias en que hicimos nuestro viaje. Sólo recuerdo que de Barranquilla a Bucaramanga lo hicimos por la vía de Ocaña y que en esta ciudad nos detuvimos varios días en solicitud de muías y arrieros para seguir a Bucaramanga, viaje que hicimos en la muy agradable compañía de don Manuel Ancízar, quien regresaba de Chile a Bogotá después de haber desempeñado una Legación en las Repúblicas de Chile y Perú.
En un viaje entran las gentes en un trato íntimo y así tuve ocasión de estimar al hombre culto e ilustrado y de sentimientos nobles y generosos. Tan pagado quedé de este señor, /que arreglé el modo de hacer un viaje con él hasta Zipaquirá cuando algunos días después de mi llegada a Bucaramanga hube de seguir allí a acompañar a mi madre que debía venir a Bucaramanga a presenciar mi matrimonio. A Bucaramanga llegué de Ocaña solo, por habérseme adelantado los compañeros mientras yo subía al alto de San Francisco a saludar a la familia de tío Domingo que se encontraba allí. Volví a ver a María Antonia, de quien me había despedido en marzo de 1854 contando con volver a verla a los seis a ocho meses y no sucedió esto sino a los diez y seis.
Después de algunos días de encontrarme de nuevo en Bucaramanga con mi madre, a quien traje de Zipaquirá para que asistiera a mi matrimonio, se convino que él se celebrara pronto y en efecto tuvo lugar el 27 de octubre de 1855 con toda la sencillez propia de aquellos tiempos en que el lujo y la ostentación distaban mucho de ser como son hoy.
Llevando entonces una vida exenta de las zozobras y sufrimientos de la época anterior, pude consagrarme juntamente con Arenas a la venta de nuestras mercancías que por entonces llegaron a Bucaramanga y que en gran parte logramos expender en poco tiempo, porque en aquella época la llegada de un cargamento de mercancías extranjeras era un acontecimiento y los compradores se agolpaban, haciéndose las ventas sin mayor esfuerzo.

LA REVOLUCIÓN DE 1859
Hacia el año de 1857 liquidé mis negocios con mi tío Manuel y con Arenas, y con las existencias de mercancías que me correspondieron y algunas que compré en Bogotá, a donde hice unos dos viajes, sostuve un almacén hasta 1859, a tiempo que encontrándome en ello se me presentó uno de los principales sujetos de San Gil y me invitó a una junta de algunos conservadores que debía tener lugar reservadamente en Girón.
En ella manifestó el sujeto a que me refiero que los conservadores de San Gil consideraban ya insoportable la situación anárquica creada por el Gobierno de Santander que encabezaba entonces el señor Vicente Herrera y que ellos estaban preparados para una revolución, para lo cual habían dado ya los pasos necesarios.
Yo me manifesté opuesto a ella, fundándome en que el Gobierno estaba tan desprestigiado que en mi concepto, no era necesaria una revolución para su ruina, pues bastaría un poco de paciencia para que la fruta, que ya estaba casi madura, cayera de por sí. No prevaleció mi opinión y por temor de ser tenido por pusilánime tuve la debilidad de aceptar y de tomar parte en eso que no creía conveniente.
De acuerdo con lo convenido en la Junta de Girón que gestó en estos pueblos la revolución de 1859, obra iniciada (no hay para qué ocultarlo), por los conservadores de San Gil, nos pronunciamos en Girón a fines del mes de febrero, don Blas Hernández, hombre de grande y merecida influencia en esa ciudad, el doctor Cristanto Ordóñez, estimabilísimo sujeto, residente allí, el señor Ezequiel Canal, quien había venido a iniciar el movimiento militar y otras personas de Girón y sus inmediaciones, a quienes no recuerdo ya.
Proclamada la insurrección, recibimos una carta de los señores de San Gil, que nos incluía una de don Mariano Ospina, Presidente de la República, para don Blas Hernández y otra para el general Leonardo Canal, la cual, por traer el sobre de la misma letra, supimos que vendría de la misma fuente y versaría sobre el mismo asunto.
Nos decían dichos señores que habiendo recibido una carta del señor Ospina por medio de la cual les hacía observaciones sobre el inconveniente del paso que él sabía que pensaban dar, por los malos resultados que tendría en todo sentido, les encarecía que se abstuvieran de darlo. Y como esas mismas observaciones contenía la carta para don Blas Hernández, sacamos en consecuencia que la dirigida al general Canal estaría concebida en los mismos términos, y que el doctor Ospina era decididamente opuesto al movimiento. Nos manifestaban los señores de San Gil que les habían hecho tal fuerza las observaciones del señor Ospina, que estaban decididos a volver atrás si aún era tiempo. Nosotros les contestamos que para nosotros era imposible por haberse dado ya el grito.
En esta actitud sucedió lo más natural que debía pasar, estando Girón a una y media legua de distancia de la residencia del Gobierno. En la madrugada del día 7 de marzo fuerzas de éste se presentaron delante de Girón, y nosotros que habíamos previsto el caso, ocupábamos varias casas en el marco de la plaza, y la torre de la iglesia.
Las casas fueron tomadas en el curso del día, pero desde la torre seguimos resistiendo una parte considerable de los alzados en armas, desechando las intimaciones que se nos hacían, acompañadas en una ocasión de la amenaza de incendiar la iglesia, hasta que el cura tocó a las puertas de ella como emisario del Presidente del Estado, doctor Vicente Herrera y por mediación de él se convino que entregáramos las armas, quedando en libertad.
Sin reducir a escrito este convenio se abrieron las puertas de la iglesia y se presentó el señor Herrera, quien procedió a exigirles a los capitulantes su palabra de honor de que no volverían a tomar las armas contra el Gobierno. Cuando mi turno llegó dije que al convenir en que quedaríamos en libertad no se había estipulado
que nos comprometeríamos a no tomar nuevamente las armas en contienda, y no di la palabra que se exigía; pero el señor Herrera, de carácter noble y generoso, deseoso de allanarlo todo para llevar a feliz término la obra de ese día, pasó por alto mi manifestación.
Terminada de tal modo la lucha los vencedores regresaron a Bucaramanga y los vencidos nos dispersamos, viajando yo a un campo vecino en donde permanecí unos dos días hasta cuando me llegó la noticia de la llegada a Piedecuesta, a órdenes del Coronel Márquez, del grueso de las fuerzas revolucionarias procedentes de Málaga, y entonces, junto con varios otros amigos, me dirigí a pie por el alto de Ruitoque a incorporarme a dichas fuerzas. Estas siguieron a Bucaramanga, en donde las del Gobierno, inferiores en número, no las aguardaron y tomaron con todo el tren oficial la vía de Ocaña. Mas, perseguidas activamente, fueron alcanzadas y atacadas en el pueblo de Suratá al acercarse la noche, y el señor Herrera que no quiso ser de los sujetos que pronto abandonaran el campo, fue muerto en una de las esquinas de la plaza de la población.
Mucho hablaron los liberales del asesinato de este señor sin tener en cuenta que por su modo de ser no podía tener enemigos personales, y que su lamentable muerte hizo más daño a la Revolución que una derrota.
El señor Herrera en el calor de la refriega cayó herido, según entonces se explicó, por un sargento de las fuerzas victoriosas, y no hay para qué quitarle al paladín de una causa embellecida entonces por ensueños y delirios, la gloria de una muerte heroica únicamente para llamar asesinos a sus adversarios.
En Bucaramanga instauróse el Gobierno de la Revolución, en el cual ocupé puesto secundario, y estábamos tranquilos, cuando de pronto una nubécula se formó por el sur del Estado. El doctor Manuel Murillo Toro, obrando con actividad, logró que el Presidente Ospina lo auxiliara con unos cien fusiles que sirvieron para la organización de una pequeña fuerza invasora, con lo cual dio nuevas pruebas el señor Ospina del interés que tenía porque en Santander gobernara el partido radical para que la práctica de sus doctrinas lo desacreditara ante la nación.
Esa fuerza, aumentada en el tránsito, invadió el Estado y obtuvo en el sitio de "La Teja", cerca a Vélez, un triunfo sobre las fuerzas de la revolución, tan inesperado como decisivo pues, como resultado de él, pronto los vencedores se hicieron dueños del departamento hasta el río Chicamocha.
Mas, fuerte aún la revolución, resolvió que sus fuerzas marchasen en busca de las contrarias, pero no pudiendo hacerlo de frente por las dificultades casi insuperables que presentaba el río Chicamocha, se resolvió que las fuerzas, con las cuales seguí, dieran un rodeo de muchos días por San Andrés, Málaga y Onzaga, siguiendo a San Gil. Este se verificó y en el sitio de Campohermoso, antes de San Gil, tuvo lugar un encuentro en que fueron derrotadas las fuerzas del Gobierno, que huyeron hacia el Socorro perseguidas por las de la revolución hasta san Gil. Es indudable que si la persecución no se hubiera suspendido allí, a las fuerzas les hubiera sido imposible rehacerse y organizarse tan eficazmente que, muy pocos días después, atacadas de frente en una posición casi inexpugnable en "Las Porqueras" (una legua más o menos al norte del Socorro), pudieron de tal suerte resistir que aunque la batalla fue muy reñida, quedó aparentemente indecisa. Ambas fuerzas se retiraron, dirigiéndose al fin las de la revolución a Onzaga, asilándose luego en el Estado de Boyacá. Así terminó el primer acto de la revolución de 1859 en Santander.
En cuanto a mí, me dirigí a Girón, con don Blas Hernández y una pequeña fuerza que había quedado en San Gil custodiando los presos y, después de ponerlos en libertad en el pueblo de Los Santos, llegamos a aquella ciudad y permanecimos en armas hasta que, sabiendo que el grueso de nuestras fuerzas había desocupado el Estado, disolvimos las muy pocas que nosotros teníamos y nos encaminamos para Bogotá por los ríos Sogamoso y Magdalena.
En esta ciudad me encontraba, aguardando el tiempo en que pudiera regresar a Bucaramanga, cuando recibí una esquela del general Leonardo Canal, participándome su llegada y citándome a una conferencia, a la cual asistí. Me manifestó él que, habiendo la revolución sucumbido tristemente, era necesario hacer un nuevo esfuerzo para caer siquiera con honor, si había de caer; que, al efecto, él había renunciado la Intendencia Nacional de Santander para poder organizar en libertad una invasión y que esperaba que yo le ayudara.
Le contesté que si la revolución había sucumbido, a pesar de haber contado con tantos elementos de triunfo, yo no veía probabilidad ninguna de que un nuevo esfuerzo tuviera un éxito en circunstancias ya desventajosas, y que no tomaría parte alguna en ningún nuevo movimiento que se intentara, pues por el contrario estaba resuelto a dirigirme a Neiva a pasar allá con mi tío el señor Domingo Mutis y su familia, el tiempo durante el cual debiera permanecer ausente de Bucaramanga en fuerza de las circunstancias. Me contestó que al menos le ayudara a conseguir algunos recursos, cosa que no pude rehusarle, y asociado con su hermano Ezequiel y con el doctor Joaquín Peralta procedí a solicitar y obtuve una entrevista con el señor Ospina, quien, al hablarle sobre el particular, nos contestó fríamente que el Presidente de la República no podía en modo alguno auxiliar una empresa semejante.
Habiéndole dado cuenta de este resultado al doctor Canal, nos manifestó que nosotros hemos debido decirle al señor Ospina que no era al Presidente de la República a quien nos dirigimos sino al señor Ospina y nos comprometió mal de nuestro grado a que en este sentido hiciéramos, como lo hicimos, una nueva tentativa, sin otro resultado que la respuesta dada por él en el sentido que no podía hacer la distinción que nosotros pretendíamos entre Mariano Ospina y el Presidente de la República.
Véase por esto y por lo que antes he escrito, con cuánta injusticia lo han acusado sus adversarios de haber fomentado la revolución de 1859 en Santander. En verdad que de los parques del Gobierno salieron muy cautelosamente, que yo sepa, un cañoncito y una corneta para la revolución y en ella tomaron parte unos dos o tres oficiales desertores del servicio del Gobierno; pero en todo esto obraron subalternos suyos, sin su consentimiento y por simpatías con la revolución. El señor Ospina supo de esto lo mismo que pudo saber más tarde cuando, de los mismos parques del Gobierno, salieron municiones de guerra con las cuales la señora Amalia Mosquera de Herrán, abusando de su posición, auxiliaba secretamente a su padre para que triunfase sobre Ospina en 1861.
Los conservadores de Bogotá, con quienes tocamos en solicitud de auxilios, nos contestaron en lo general favorablemente al plan de revolución pero evadiendo lo de los auxilios. Para conseguir algunos barriles de pólvora, hubimos el doctor Peralta como deudor principal y yo, como su fiador solidario, de poner nuestras firmas en un documento que al fin tuve que pagar.
La invasión de Santander, como es sabido, tuvo un fin desastroso en el sangriento combate de "La Concepción" en el cual, según la primera lacónica noticia que los vencedores mandaron a Bogotá, todos los jefes del Gobierno quedaron heridos y los revolucionarios todos prisioneros. Allí fue el triunfo del General Santos Gutiérrez quien fue herido y marchó con la orden dada, que se hizo ejecutar, según la cual los jefes y oficiales prisioneros debían cargar con los muertos para hacerlos incinerar, humillación a que rehusó someterse el general Canal, manifestando que prefería se le hiciera fusilar. Allí se hizo uso de los grillos hasta donde alcanzaron para aherrojar a los prisioneros, colocando en algunos casos a dos de ellos un mismo par. El general Gutiérrez, según fue voz pública en aquel tiempo, por nadie desmentida, le tiró de las barbas al general Eusebio Mendoza, cuando éste estaba materialmente imposibilitado para hacer demostración con el fin de rechazar el ultraje.
Obligado a permanecer indefinidamente ausente de Bucaramanga, aproveché esta circunstancia para hacer el viaje a Neiva que ya tenía pensado, a visitar a mi tío Domingo y su familia.
A mi regreso a Bogotá, el doctor Ignacio Gutiérrez, Secretario de Hacienda de la Confederación Granadina, quien en dos ocasiones antes me había escrito a Bucaramanga ofreciéndome el destino de Administrador de la Aduana de Cúcuta, que me había excusado de aceptar pretextando un viaje a Inglaterra, insistió en comprometerme a aceptar el anunciado destino, valiéndose del doctor Rito Antonio Martínez para que me persuadiera. Así, en una entrevista personal que tuve con ellos, ya me fue penoso rehusar y por consiguiente acepté. Pronto después de haber regresado a Bucaramanga a fines de 1859 mediante la amnistía que el Gobierno de Santander decretó, me ocupé en arreglar mis asuntos para seguir
a Cúcuta a donde llegué al principio de 1860, y en seguida tomé posesión de la Administración de la Aduana. Durante el tiempo relativamente corto que lo desempeñé, procuré cumplir religiosamente los deberes anexos y me esmeré en concilair los intereses del Gobierno con los de los comerciantes a quienes si jamás les hice concesiones indebidas, tampoco los hostilicé so pretexto del estricto cumplimiento de la ley que, aplicada con criterio estrecho, puede resultar odiosa y hasta absurda. Desgraciadamente me tocó trabajar en época bien difícil.
A los pocos meses recibí por posta una comunicación reservada del señor Ospina en que me anunciaba la probable próxima entrada a Santander de fuerzas del Gobierno Nacional y me acompañaba el nombramiento de Intendente Nacional, de que debiera yo hacer uso en ciertas circunstancias y después de nombrar quien me reemplazara convenientemente en la Administración de la Aduana.
La dificultad de encontrar persona apropiada para ese cargo me indujo a diferir el mayor tiempo posible la toma de posesión del cargo de Intendente, aun cuando ya ella se estaba haciendo necesaria, porque el Prefecto de Cúcuta, doctor Marco A. Estrada, había asumido una actitud equívoca que al fin fue de abierta hostilidad, lo cual me obligó a abandonar a Cúcuta por breve tiempo mientras venía una pequeña fuerza de Pamplona y asumía la Prefectura de la Provincia el señor Aníbal García Herreros.
En ese tiempo llegó a Cúcuta el señor Juan Nelson Bonitto, procedente de Maracaibo quien, en comisión del Gobierno de la Confederación había ido al extranjero a negociar un armamento, compuesto principalmente de un regular número de fusiles de percusión de muy buena calidad con sus correspondientes dotaciones. Este armamento fue muy útil al Gobierno en la campaña que tan desgraciadamente terminó con la toma de Bogotá el 18 de julio de 1861. Sin él habría caído el Gobierno con menores sacrificios pero casi sin los honores de la lucha.
Como el armamento que traía el señor Bonitto estaba para llegar al puerto de los Cachos se resolvió mandar allí el resguardo de la Aduana y situar en Limoncito, a dos leguas de distancia, una compañía de gente del Rosario, única fuerza con que se contaba, y llamar de Pamplona con instancia una compañía que había allí, compuesta de unos 80 hombres muy mal armados. Esta fuerza llegó a Cúcuta en momento en que empezaba a susurrarse que los asilados en San Antonio se habían dirigido por una trocha abierta en la montaña a tomar el armamento. El simple rumor me causó verdadero afán, aun cuando en general no se le daba importancia y el Prefecto adujo como razón para no dársela, la de que si los revolucionarios hubieran intentado hacer algo, habrían venido a atacarlo a él a Cúcuta, como si lo importante para ellos no fuera hacerse al armamento.
Mi afán iba creciendo de punto, y al fin logré que se extendiera a muchos y que se dispusiera que esa misma tarde la pequeña fuerza de Pamplona siguiera para Quebrada Seca, acercándose así al Limoncito y al Puerto de los Cachos. En la Quebrada Seca, después de dejar allí a la gente de Pamplona, resolví seguir de Limoncito en unión del señor Miguel de Paz, Comisario Nacional y persona muy activa y decidida. Encontramos estacionada la gente del Rosario; pero un corto rato después de nuestra llegada y cuando ya empezaba a anochecer, se nos presentaron dos guardas, herido el uno, que venían del Puerto en donde los asilados habían asaltado al resguardo y adueñándose del armamento. La noticia produjo algo así como pánico, y contribuyó a hacer más azarosa la situación un fuerte aguacero que empezó a caer acompañado de truenos y relámpagos; pero esto no impidió que la gente contramarchara precipitadamente a unirse con los pamploneses.
Yo, por no emprender la marcha en noche tan obscura y tormentosa, me asilé en la casa de un campo vecino nombrado Caguanoque, y completamente mojado me metí en una hamaca para aguardar la salida de la luna. Cuando hubo salido, después de media noche, me puse en marcha para reunirme con las fuerzas; pero no alcancé a llegar a la Quebrada Seca, pues bastante antes me encontré con ellas, reunidas todas, que venían a tratar de rescatar el armamento. En Limoncito nos demoramos un par de horas para que la gente tomara algún alimento, y luego seguimos a órdenes del señor Luis Francisco Canal, cuyo grado en milicia ya no recuerdo, pero que de seguro no era el de general, porque los grados no se prodigaban entonces como ahora.
Habríamos andado una legua cuando de sorpresa nos encontramos con gente enemiga que muy confiada venía escoltando parte del armamento, a unirse, según lo supimos después, con gente de San Cayetano que más adelante debería salir a su encuentro, y que si no se hubiera obrado con tanta actividad por nuestra parte, se les habría unido haciéndose en esta forma imposible el rescate del armamento.
Con esa gente enemiga tuvimos un tiroteo, del cual resultaron dos muertos de los asilados, los que se dispersaron por uno y otro lado de la montaña dejando en nuestro poder el armamento que ya tenían por suyo y con el cual seguimos para el puerto a salvar el resto. Allí no encontramos ya enemigos, porque éstos debieron huir precipitadamente sin tratar siquiera de hacer desaparecer el armamento, arrojándolo al río.
En ese puerto, de mortífero clima, estuve más de ocho días sin que eso, ni las horas que con la ropa mojada pasé en Caguanoque, cuyo clima, lo mismo que el de Limoncito, es muy malo, influyera en lo más mínimo en mi salud.
Al puerto de los Cachos concurrieron arrieros con sus muías a sacar el armamento, y una parte salió en brazos de gente que, de puntos distantes, vino a transportarlo. En Cúcuta tocóme atender minuciosamente el empaque y despacho de cargamento para Bogotá por ser para mí asunto tan importante, y al fin salimos bien de ese cuidado; pero quedé con otros, como la consecución de recursos de dinero y bagajes, diligencias que, sobre todo la del dinero, me obligaron a entrar en compromisos personales sobre el abono de un tipo más alto de intereses que el que le era permitido al Gobierno. Pero para mí no llegó el caso de que se me hicieran efectivos esos compromisos por el curso y desenlace que tuvo la guerra.
Al terminar el mes de octubre, cuando ya habían pasado los combates de Agua Dulce, Jaboncillo y el "Oratorio", estando yo de nuevo encargado de la Aduana, recibí la noticia de que mi tío Manuel Mutis, a quien tanto debía yo, estaba gravemente enfermo, y con tal motivo me separé de la Aduana, contando naturalmente con volver; y aun cuando, desgraciadamente, mi referido tío falleció el 24 de noviembre de 1860 en Piedecuesta, no volví a Cu-cuta por la razón que voy a exponer.
Después del triunfo del Gobierno Nacional sobre el de Santander, se proclamaron prefectos en varios Departamentos del Estado algunos conservadores de los más audaces si no de los más recomendables. Esto sucedió, que yo recuerde, en los Departamentos de Vélez, San Gil, Málaga y Bucaramanga. Yo me interesaba con el doctor Canal, para que se hiciera pronto cargo de la Presidencia del Estado a la cual había sido llamado, dándole como razón principal la urgencia de que él regularizara la Administración Pública y se saliera de esos Prefectos que estaban ejerciendo como tales únicamente por su audacia en proclamarse; pero él rehusaba encargarse mientras no recibiera las actas de la mayoría de los pueblos que lo proclamaban.
Al terminar el año de 1860 regresaba él de su victoriosa campaña en el Departamento de Vélez contra Rudecindo López; pero habiendo llegado a Piedecuesta pensaba salir de allí para Pamplona sin pasar por Bucaramanga. Mi amigo Aristides García Herreros me escribió entonces invitándome para que fuera a Piedecuesta y habláramos con el doctor Canal, a lo cual le contesté que no veía objeto en ello, pues en el principal empeño que con él había tenido, que era el de que librara a estos pueblos del dominio de Obdulio Estévez, no había sido atendido.
El doctor Canal, con motivo de esta respuesta mía, me escribió resentido manifestándome que yo no me hacía cargo de las dificultades con que tenía que luchar un mandatario en las circunstancias en las que él estaba, pero que tenía el placer de anunciarme que ya Estévez había sido separado de la Prefectura, puesto para el cual había sido yo nombrado en su reemplazo. Acepté el nombramiento, como debía aceptarlo en la situación excepcional en que me encontraba, y abandoné el cargo que ejercía en Cúcuta, más honorífico y menos cargado de responsabilidades, y al cual había sido llamado por personas como el doctor Ignacio Gutiérrez, a quien yo tan profundamente estimaba; pero creí deber ocupar el cargo a que se me llamaba, en bien de la tierra de mi nacimiento y de mis afectos. Adelante se verá cómo se me correspondió.
Posesióneme de la Prefectura del Departamento en el mes de diciembre de 1860, habiendo quedado Estévez encargado de la escasa fuerza que había en Bucaramanga. Era éste un hombre activo y diligente, especialmente para su negocio, al cual le consagraba especial atención con perjuicio del orden y la disciplina de la gente que con mucha facilidad reunía, pero a la cual no atendía debidamente. En la madrugada del día 10 de enero de 1861 quiso penetrar al cuartel y se le dio entrada, pero una vez adentro, fue desconocido por su gente, la que se dio por jefe a un tal Castillo, y se puso en rebelión contra las autoridades. Desperté, y por el momento no me quedó más recurso que el de ocultarme para luego salir de la población a tomar parte en la reunión de tropa, la cual en poco tiempo fue suficiente para que buscásemos a Castillo, quien no aguardó y huyó con su gente por la vía de Ocaña, llevándose consigo preso a Estévez, quien en el camino se fugó y pudo llegar a Ocaña. En cuanto a Castillo, no fue posible darle alcance, aun cuando lo perseguimos hasta Cachiri, y al fin su fuerza se disolvió.
Estévez se presentó en Ocaña al General Emigdio Briceño, quien se había retirado a esa ciudad con los restos de su ejército después del desastre del Banco. Allí consiguió Estévez que el General Briceño le encomendara la organización de un batallón en Bucaramanga, para lo cual le dio como base algunas clases. Con ellas y algunos reclutas que había reunido en el camino llegó a esta ciudad, aunque anticipándose él algunas horas a su gente. Su primera diligencia fue dirigirme una comunicación pidiéndome para acuartelar a su gente la casa de una señora con quien estaba enemistado. Yo tampoco estaba en buena inteligencia con dicha señora; pero como ello fue motivo para que Estévez pretendiera ejercer su acto de venganza, lo fue también para que me negara a servirle de instrumento. Contesté, pues, a su comunicación diciéndole que él tenía derecho para determinar en general las condiciones de la casa que él necesitaba, pero no para señalar determinada casa.
No obstante, al llegar la gente de Estévez, atropello éste la expresada casa y la introdujo en ella. Indignado yo en sumo grado y no pudiendo resignarme a este atropello, apelé al recurso de disponer que la pequeña fuerza con que yo contaba, compuesta de gente de Girón, se marchara al momento para esa ciudad por calles excusadas, pues comprendí que él iba a necesitarla para el relevo de la escasísima fuerza con que contaba para la custodia de los reclutas.
Cuando Estévez tuvo noticia de esta providencia me puso una nueva comunicación que no quise recibir fundándome en que no debía entenderme con quien había atropellado mi autoridad.
Vinieron entonces en comisión de Estévez uno de los más notables sujetos de Bucaramanga y el doctor Romero, quien más tardé fue Obispo de Santa Marta y estaba en esta ciudad de paso para la capital como miembro del Congreso que al fin no alcanzó a reunirse en 1861. Expusiéronme estos señores los peligros e inconvenientes de un conflicto como el suscitado en circunstancias tan graves como nos encontrábamos. Les manifesté que ciertamente lo sucedido era muy deplorable, pero que más lo sería por las coasecuencias que tendría el que yo consintiera que se atropellase la autoridad que se me había confiado. Como resultado de todo esto se convino que esa misma noche la fuerza de Estévez desocuparía la casa invadida, como en efecto lo hizo, y que a la mañana del día siguiente yo ordenaría que la gente de Girón regresara a Bucaramanga.
Véase, pues, cómo sí es posible que aun en tiempos de guerra, la autoridad civil no se deje avasallar por los hombres de espada o de machete.
No transcurrieron sino dos meses después de lo relatado sin que las mismas causas produjeran los mismos efectos. El señor Estévez consagrado a un zaque en grande de aguardiente que tenía en la ciudad, no atendía como debía a la fuerza a su mando, única que había en Bucaramanga, y en la madrugada del 10 de marzo ella se insurreccionó y se puso a órdenes de un tal Ibarra. Estévez pudo escapar y tomó el camino de Pamplona con el fin de solicitar auxilios de ese lado. Yo, que dormía tranquilamente cuando el movimiento estalló, no tuve más recurso al despertar que salir huyendo a píe por caminos extraviados en dirección a Girón, en donde empezamos a reunir gente, que, unida a otras partidas de las inmediaciones, se movió a órdenes del comandante Tirso Ordóñez en busca de Ibarra y en un encuentro con su gente en el camino de Girón a esta ciudad por la quebrada de la Iglesia, la dispersó completamente y el orden quedó restablecido.
En los meses siguientes tocóme atender como Prefecto las necesidades de la guerra en una situación cada día más difícil y complicada, y embargaba gran parte de mi atención el cuidado de los prisioneros de guerra que habían sido remitidos a esta ciudad para su custodia y que, por haber figurado como hombres de acción y de valor, había que vigilar y mantener en seguridad, lo cual se hizo sin vejámenes y sin causarles inmerecidos sufrimientos.
Con la muy eficaz y decidida cooperación del comandante Félix Pérez, organizamos en ese tiempo un batallón de 400 plazas, que se llamó el "Gutiérrez Lee" muy disciplinado y que, decentemente formado, juró bandera y, fiel a su juramento, cumplió con su deber en toda regla en la campaña que principió en el páramo de Pamplona y fue a terminar en el extremo sur del Cauca. Regresó de allí el comandante Pérez sufriendo en el camino privaciones y trabajos difíciles de describir, alentado únicamente por la satisfacción del deber cumplido. Hijo suyo es el señor Alejo Pérez quien después de haber sufrido en aquellos tiempos las peripecias de la guerra hasta el punto de haberse salvado milagrosamente en alguna ocasión de un peligro inminente, anciano ya, vive hoy ejerciendo con mucho crédito la medicina y rodeado de una familia tan honorable como él.

DERROTA, PRISIÓN Y EXILIO
Llegó al fin el día en que se recibió la funesta noticia de la toma de Bogotá por las fuerzas del general Mosquera el 18 de julio de 1861 y del fusilamiento tan bárbaramente llevado a cabo, de Aguilar, Morales y Hernández. Nadie hubiera podido imaginarse tal suerte sobre todo para los prisioneros, hombres civiles a quienes no pudo hacérseles ningún cargo apoyado en nada que no fuera obra de las pasiones de partido.
Después de algunos días, Mosquera pensó en mandar una expedición a ordenes deí general Santos Gutiérrez a obrar sobre Santander. Se creyó entonces por nuestros amigos que el Gobierno de Estado haría resistencia en el Departamento del Socorro, en donde tenía un ejército bien organizado, mientras que el general Santos Gutiérrez, según se aseguró, había salido de Bogotá con ochocientos hombres solamente, proponiéndose aumentar sus fuerzas en el tránsito; pero el general Canal había dispuesto desde Pamplona que los nuestros se retiraran al avanzar el general Gutiérrez, cosa que hicieron hasta la línea del Chicamocha abandonándole a éste todo el sur del Estado sin hacer resistencia alguna, de modo que pronto el general Gutiérrez formó verdadero ejército y empezó a amenazar el nuestro; pero éste pudo impedir el paso del río Chicamocha con tan buen éxito durante algunos días que en una ocasión quedó prisionero medio batallón que había alcanzado a pasar por un punto mal vigilado. Mas al fin logró el enemigo vencer las dificultades que para su paso presentaba el Chicamocha y nuestro ejército se preparó para retirarse y unirse con las fuerzas que el general Canal tenía en el páramo, de conformidad con las órdenes que para el caso había recibido.
El grueso del ejército revolucionario siguió por la vía de Tona y yo, después de arreglar los recursos para la marcha y de cargar con armas que había sobrantes, tomé la vía de Matanza, con alguna fuerza y me incorporé con la gente del general Canal en el páramo de Sisautá.
Allí se encontraba el general con su Estado Mayor y el ejército distribuido en varios puntos inmediatos, y allí había pensado él en aguardar el enemigo; pero éste no pasó de Piedecuesta al principio, y la ciudad de Bucaramanga, con nuestra retirada, quedó a merced de los "Democráticos" quienes, al verse dueños de ella, principiaron a notificarles a la generalidad de las familias conservadoras que desocuparan sus casas de habitación. Por supuesto que la mía fue de las primeras y María Antonia tuvo por lo pronto que asilarse en la casa de una familia amiga, sirviendo mi casa de cuartel durante todo el tiempo en que la ciudad estuvo en poder del enemigo, que convirtió en leña las barandas y toda la obra de madera que pudo, y en el acto de hacer desocupar la casa a mí esposa se la trató villanamente, hiriendo en su presencia a una persona que estaba ayudándola a desocupar, porque, a la exigencia de que apurara, contestó sencillamente que de eso se estaba tratando.
Mientras tanto el general Canal aguardaba en el páramo, agotando sus recursos hasta el punto de haber tenido que mandar a Cúcuta una comisión a obligar a los emigrados, amigos del Gobierno y vecinos su mayor parte de San Gil, quienes al aproximarse las fuerzas enemigas habían abandonado sus familias y sus intereses, a que firmasen pagarés para descontarlos en el comercio de Cúcuta. Esta medida y algunas otras que solamente pudieron justificarse por la extrema necesidad en que se estaba, fueron el resultado de haberle abandonado al enemigo la mayor parte del territorio del Estado contando con que él vendría a atacar de frente posiciones escogidas con calma y tiempo por sus adversarios. No sucedió así. El general Gutiérrez, una vez que hubo descansado su ejército y de haberlo vestido y héchose a recursos en Bucaramanga para la marcha, la emprendió por el páramo de Juan Rodríguez, y después de muchas penalidades y de haber dejado gran número de animales muertos en todo el camino, que pocos días después me tocó recorrer, llegó al páramo y se situó a menos de dos leguas


de distancia de Sisautá; pero en lugar de empeñar un combate con nuestro ejército, buscó modo de flanquearlo, pasando por riscos por donde los prácticos habían asegurado que sólo un venado podría pasar.
Después de un combate con una fuerza que el general Canal destinó para atajarlo en esa marcha por uno de los flancos, y la que por su escaso número naturalmente fue arrollada, el enemigo ocupó el pueblo de Mutiscua, con lo cual el general Canal se vio obligado a salir de sus posiciones y dirigirse a Cúcuta, de donde logró volver al Sur por medio de un hábil movimiento, dejando atrás al general Gutiérrez. Así emprendió la marcha que dio lugar al combate del puente de Boyacá con fuerzas a órdenes del general Mosquera, al ataque de San Agustín en Bogotá, y a la marcha a Antioquia y el Cauca con otros restos de su ejército.
No acompañé al general Canal en esa marcha porque, al abandonar las posiciones de Sisautá, nos comisionó él al coronel Ucrós y a mí para que, con una pequeña fuerza, ocupásemos a Bucara-manga, y demás pueblos del Departamento de Soto, que el enemigo había dejado casi desguarnecidos. Cuando esto tuvo lugar, ya Obdulio Estévez, a quien nimca le gustó estar incorporado en el ejército sino obrar como jefe de guerrillas, había empezado a levantar gente y muy recién llegado yo, obrando por su propia cuenta, ejecutó un acto tan inaudito que yo no habría podido creer que lo anunciado pasara de una simple farsa para hacerse temer; por lo cual y por no entenderme con Estévez, no quise intervenir con él para que no llevara a cabo el acto de que se hablaba.
Acaso con el fin de amedrentar, como he dicho, hizo levantar un banquillo en el costado occidental de la plaza, hacia el Sudoeste, para hacer fusilar en él a un infeliz labriego so pretexto de deserción como si el desgraciado hubiese sido veterano que hubiera jurado bandera y a quien se le hubieran leído las ordenanzas militares. Tan persuadido estaba yo de que no había, sino una farsa de por medio, que cuando oí desde mi casa las detonaciones, todavía creí que la descarga se había hecho sin bala y para llevar la farsa hasta el fin.
Cerca de veinte años más tarde Estévez, entrado ya en años, retirado de la política y llevando una vida pacífica, fue asesinado, sin motivo para ello, por Juan de la Cruz Ruilova el 7 de septiembre de 1879 en el atrio de la iglesia, precisamente al frente del sitio en donde se levantó el patíbulo para quitarle la vida a un labriego infeliz. Hay acontecimientos en la vida que abren campo a la meditación.
La fuerza enemiga que había en el Departamento de Soto, al aproximarse la nuestra, se retiró de Piedecuesta en dirección a los Santos; pero, alcanzada en el sitio de Guayabal, fue completamente dispersada después de un combate en que hubo muertos de uno y otro lado. Como ya veía seguro el triunfo de la Revolución de modo definitivo, y juzgaba que en tal caso debía cambiar de residencia para mi familia, resolví llevarla por lo pronto a San Gil para, más tarde, trasladarme con ella a la Provincia de Neiva, en donde estaba establecido mi tío Domingo Mutis, habiendo verificado el viaje sin mucha dificultad.
Mi llegada a San Gil coincidió en tiempo poco más o menos con la marcha del ejército del general Canal hacia Bogotá, perseguido por el general Gutiérrez. De éste se desprendió, por acto de insubordinación según se dijo entonces, por los lados de Málaga, una parte considerable que se dirigió rápidamente a San Gil, en donde estaba la gente armada que había estado a órdenes del general Ucrós.
De la aproximación de la gente enemiga no se tuvo conocimiento sino a última hora cuando se mandaron avanzadas y espionaje, sin embargo de lo cual ya por causas inexplicables los enemigos pudieron dirigirse el 24 del mismo febrero a la plaza de San Gil, en Adonde la gente del Gobierno, sorprendida, se retiró precipitadamente al otro lado del puente. En ese momento conversaba yo con el general Ucrós, quien no alcanzó a llegar al cuartel sin ser aprehendido, mientras que yo pude refugiarme en una casita vecina de donde esa misma noche me dirigí con un guía río abajo, en busca del camino que, por Macaregua me condujera a Hato-viejo, propiedad del doctor Enrique Vargas, a donde llegué a pie el día 25. Hasta el 3 de marzo permanecí en Hatoviejo y seguí por entre breñas, que ni aun a pie se pueden andar con facilidad, hasta llegar a Sube el mismo día. De allí seguí el día 4 a caballo para Piedecuesta, en donde teniéndose conocimientos de que el general Canal se encontraba ya fuera del territorio del Estado, se trató de la necesidad de que lo reemplazara quien debía ejercer en su lugar las funciones de Presidente del Estado. No me correspondía a mí, sino al Procurador de quien yo era suplente, reemplazar al Presidente del Estado, pero nuestra nave estaba ya para zozobrar, y el caso era de pensarlo; así que tuve que hacerme cargo, siquiera para caer cumpliendo con el deber.
Para entrar a ejercer mis funciones fue necesario vencer la resistencia de Estévez, quien era el que disponía de la escasa fuerza con que se contaba y quien no se sometía a reconocer autoridad superior a la suya aun cuando fuese en el orden civil. Al fin esto se arregló y, pudiendo ya disponer de la fuerza, se procedió activamente a reorganizarla y aumentarla en lo posible para marchar en apoyo de Jaramillo, valeroso jefe nuestro, quien dominaba en el Departamento de San Gil, mientras que las fuerzas revolucionarias eran dueñas del de El Socorro.
No contando con municiones en cantidad suficiente, aun cuando por lo demás estábamos ya listos, me indujo a demorar la marcha unos días la oferta que nos hizo de conseguirnos una cantidad de plomo el señor Blas Hernández, vecino el más importante de Girón, de quien ya antes he hablado, y quien sacrificó a la causa de sus convicciones su fortuna y hasta su vida, pues en la necesidad de ocultarse cuando todo estaba perdido, murió privado de los auxilios y cuidados de su familia. Esta demora de dos días, al parecer tan justificable, fue la causa que nos perdió.
Nuestra fuerza se componía de dos batallones de ciento veinte hombres cada uno, de los cuales el que iba a la vanguardia lo mandaba el noble joven Carlos González. Yo seguí casi inmediatamente con el segundo y llegué esa misma tarde a Sube de donde ya había continuado la marcha González- con su gente. Allí encontré la noticia que las gentes enemigas habiéndose dirigido de Socorro a San Gil, por el puente de Sardinas, que una gente nuestra comisionada al efecto no alcanzó a desentablar, habían atacado nuestras fuerzas en San Gil, las que después de un combate se habían visto forzadas a retirarse hacia Mogotes, lo cual frustraba ya nuestro plan de incorporarnos con Jaramillo en San Gil, al mismo tiempo que no podíamos tratar de unirnos con él en Mogotes sin mucho peligro de ser interceptados.
Activé, pues, la marcha de nuestro batallón para alcanzar al que mandaba González; pero después de trepar la larga cuesta de Sube, en un punto en donde la vista se extiende bastante, divisamos a lo lejos una fuerza que resultó ser enemiga y que venía apresuradamente en dirección nuestra, y al mismo tiempo supimos la desastrosa suerte que tuvieron González y su batallón. Incauto él, había dirigido a Jaramillo un papelito en que le anunciaba que iba a su encuentro en vez de mandárselo decir de palabra. Ese papelito cayó en manos del enemigo, que ya había salido en persecución de Jaramillo y al leerlo resolvió dirigirse en busca de nuestra fuerza y al ver la de González, prorrumpió, para engañar a este jefe, en vivas al comandante Jaramillo, con la cual González, con poco previsión, resolvió ir él mismo en vez de mandar a un subalterno a reconocer la fuerza que se presentaba, y al ser aprehendido él y ver que su gente iba a quedar envuelta dio el grito de alarma avisándole que a quien tenía al frente era al enemigo. Su lengua quedó muda desde ese momento porque un tiro disparado por aleve mano al herirlo mortalmente lo dejó sin habla y con vida apenas para rendirla cristianamente unos dos días después en la ciudad de San Gil.
Como el batallón que fue víctima de esta treta quedó todo prisionero, a quienes íbamos con el otro no nos quedó más recurso que volver a desandar la cuesta de Sube y al llegar al río, no bien lo habíamos pasado por la "cabuya", se oyeron los disparos del enemigo que ya venía encima, pero que no pudo entonces pasar por haberse cortado la cabuya.
El resultado de esta derrota por esas breñas y con río al frente fue un verdadero desastre. Llegué con unos pocos al pueblo de Los Santos el mismo día de la derrota que fue el 16, y comprendiendo que en el Departamento de Soto no quedaba por lo pronto medio de rehacernos, resolví marchar para Zapatoca, a donde llegué el 18. Allí llegó también Estévez quien, no habiendo querido formar

parte de la malograda expedición, se había quedado por su cuenta con alguna fuerza en Bucaramanga, de donde ahora se había visto forzado a retirarse.
Todo el resto del mes de marzo lo pasé tratando de persuadir a Estévez a que fuésemos a reforzar a Jaramillo, quien ocupaba entonces la población de las Palmas, a unas dos leguas de distancia del Socorro.
Un día supimos por el espionaje que teníamos en el paso de Chocoa que Jacinto Hernández, jefe de una fuerza que amagaba pasar por tal punto el río Suárez para seguir a Zapatoca, había recibido una comunicación, y que después de leerla se había puesto inmediatamente en marcha para Los Santos. Fácilmente comprendimos que se trataba de reforzar a las fuerzas que en el Socorro estaban casi al frente de las de Jaramillo, y esto, que ha debido inducir a Estévez a ir con nosotros para reforzar también a Jaramillo, lo indujo por ei contrario a regresar al Departamento de Soto, que había quedado al parecer libre de enemigos, para volver a ser allí dueño de la situación.
En tales circunstancias resolví marchar aun cuando fuera solo al campamento de Jaramillo, y salí de Zapatoca el 31 de marzo acompañado de unos cuatro individuos y pernocté en la Robada. Mas al día siguiente, cuando nos preparábamos a continuar nuestra marcha, se nos presentaron Jaramillo y su gente que venían derrotados en un encuentro a inmediaciones de las Palmas, en el cual según supimos después, murió Jacinto Hernández. Contramarchamos, pues, nosotros con la gente de Jaramillo y pernoctamos en Zapatoca la noche del I9 de abril. Al siguiente día por la tarde llegamos al paso de Chimitá y encontramos bastante crecido el río. Lo pasamos en una mala cabuya, gastando en esto toda la tarde y gran parte de la noche y perdimos gran número de las caballerías que se ahogaron. Al amanecer del día tres ya el enemigo estaba sobre nosotros, pero sin embargo de que alcanzó a hacer algunos tiros, pudo uno de los nuestros cortar la cabuya, y creyéndonos ya en absoluta derrota ahí cesó la persecución, y las fuerzas enemigas contramarcharon. Mas nuestra gente, que aún no desmayaba y que pudo reorganizarse en la marcha, se dirigió a Bucaramanga, aumentada con la pequeña fuerza de Estévez que se incorporó en las inmediaciones.
En Bucaramanga habría unos doscientos hombres quienes, después de un ligero encuentro en el llano de Girón, que les fue adverso, se encerraron gran parte de ellos en el edificio de la cárcel, y otros que formaban una guerrilla independiente se mantuvieron fuera de la ciudad. Hubo muertos y heridos; entre los primeros, un general Monagas, venezolano y hombre de lanza, quien murió precisamente en un encuentro personal de lanza en las calles de la ciudad. Durante toda la noche y la mañana siguiente hubo tiros y alarma hasta las nueve horas en que fue celebrada en toda forma una capitulación por medio de la cual se obligaron los vecinos a entregar las armas.
No bien se obtuvo este triunfo, se trató de aprovecharlo marchando inmediatamente a unirnos, con el comandante Ruiz, quien tenía en Málaga una fuerza de alguna consideración. Pero Estévez se opuso a la pronta marcha de la gente, por ser necesario, según él, conseguir recursos y vestir la tropa; mas el empeño de los nuestros era marchar sin pérdida de tiempo y ellos estaban dispuestos a seguir soportando escasez y privaciones, y así lo manifestaban agregando que sal y carne era lo indispensable y que eso siempre podía conseguirse en la marcha.
Emprendímosla en efecto el 15 de abril sin que nos acompañara Estévez quien, so pretexto de que tenía algunas cosas que arreglar, se quedó en Bucaramanga, ofreciendo alcanzarnos en Piedecuesta, cosa que no se verificó. Seguimos nuestra marcha el 16 y poco antes de llegar a Urnpalá supimos que fuerzas enemigas habían pasado ya el río y se aproximaban a ese sitio. Tuvimos que abandonar el proyecto de ir a unirnos con Ruiz y contramarchamos para Bucaramanga, andando toda la noche. De allí seguimos a Matanza a donde llegamos el 18 con el pensamiento de seguir al páramo a merced ya de los acontecimientos, porque no había medios para adoptar plan ninguno de campaña; pero estando aún en Matanza supimos que las fuerzas enemigas venían sobre nosotros, por lo cual resolvimos hacer el último esfuerzo y contramarchamos a escoger un punto en la hacienda de "Aguadulce" para aguardar al enemigo.
Allí tuvo lugar un hecho de armas el día 19 con el resultado adverso para nosotros, como era de esperarse. La dispersión fue completa y, en compañía de Emilio Mutis, mi primo, me dirigí al pueblo de "La Baja" en donde pasé la noche, permaneciendo los tres días siguientes en un campo inmediato. De ahí, por una vereda, fui hasta Vetas el día 22, y después de vagar por dos o tres días entre ese pueblo y las inmediaciones de Matanza llegué, siempre con Emilio Mutis, en la madrugada del 25 a la casa de Pedro Mendoza, en el alto de Magueyes. Allí permanecimos hasta el día 30. En esa fecha acabábamos de abandonar la casa con el fin de trasladarnos a otro punto, cuando una partida de gente armada, entre la cual figuraban Camilo Valenzuela, Mariano Rodríguez y Francisco Serrano, nos sorprendió, y aun cuando mi compañero pudo huir por encontrarse próximo a un matorral, menos afortunado yo, fui aprehendido y traído a presencia de Mariano Rodríguez, quien me recibió con un planazo, me despojó de una blusa de bayeta que llevaba puesta y me hizo entregar unos sesenta pesos que cargaba en monedas de oro. De allí me llevaron a las inmediaciones de la casa de Magueyes, en donde supe que a Mendoza, el dueño de ella, por haberme tenido alojado en su casa, le habían hecho una herida de bala que lo tuvo en peligro y guardando cama muchos días. En ese lugar me amarraron a un estantillo de la ramada de un trapiche, mientras que toda la gente se dispersó en busca de gallinas y de nuestras bestias.
Estando en esta situación, un famoso ladrón y bandido, a quien yo, aprovechando el estado de guerra, había tenido preso y hasta le había hecho poner grillos (que no le valieron para que se saliera de la cárcel), se dirigió hacia mí, y después de hablarme de Bocachica, donde se amansaban los guapos, se entró en un rancho que estaba a unos 25 pasos de distancia de donde yo estaba amarrado, y como la puerta estaba abierta, alcancé a verle como cargando un fusil. Lo más probable es que pretendiera asustarme; pero es lo cierto que en el estado de ánimo en que me había puesto tanta indignidad, no experimenté ningún temor, y en lo menos que pensé fue en hacer manifestación ninguna.
Cuando esas gentes hubieron comido y recogido lo que encontraron, se prepararon para dirigirse con su preso a "Corral de Piedra" y al efecto me desataron del estantillo para llevarme, siempre atados los brazos. En ese momento alcancé a recomendarle en voz alta a la mujer de Pedro Mendoza que le dijera a su marido que no sentía yo mis sufrimientos sino los de él; a lo cual Camilo Va-lenzuela agregó: "El es quien tiene la culpa de que le hayamos herido a su marido."
En el "Corral de Piedra" pasé la noche con el enladrillado por cama y el brazo por almohada y sin más alimento que una taza de caldo que me dieron los dueños de la casa. De allí me condujeron, por supuesto que a pie y amarrado, el día siguiente, 10 de mayo, a Bucaramanga, y al llegar a la mitad del llano, cerca de unas tapias que aún subsisten, paró la gente, me desataron las ligaduras y Camilo Valenzuela se dirigió solo y precipitadamente a la ciudad. Confieso que me desagradó que me hubieran dejado los brazos libres; porque candorosamente creí que después de haberme tratado tan inicuamente querían aparentar moderación llevándome a la cárcel con algún miramiento. ¡Cuan equivocado estaba!
Algún rato después de haber seguido Camilo Valenzuela para la ciudad se oyeron muchos voladores y, creyendo yo todavía que no podía irse más aüá después de los atropellos que habían cometido conmigo, atribuí los voladores a la noticia que hubieran recibido de la derrota de la fuerza que aún nos quedaba en Málaga, cuando en verdad se celebraba el triunfo que acababa de alcanzarse sobre mí. Más tarde se presentó de regreso Camilo Valenzuela quien, después de 'dar unos vivas a los EE. UU. de Colombia me dirigió estas palabras: "Don Adolfo, va usted a ver lo que es un pueblo indignado." En seguida se me ató nuevamente, perdi en esta ocasión del cuello y de los brazos, lo cual verificó un sargento de apellido Román y, de tal manera lo hizo, que perdí toda sensibilidad en los brazos, y así atormentado me condujeron al trote hasta ila casa del llano de don Andrés. Allí nos esperaba una parte de la fuerza de Bucaramanga y de la gente del pueblo, de esa que siempre ocurre con avidez a presenciar todo acto que halague las bajas pasiones. Se me colocó entre cuatro soldados, un corneta y un tam
deración de que se le habría irrespetado, como si en una ocasión como esa el cumplimiento del deber no hubiera debido ser para él superior a toda otra consideración. El incidente a que me refiero es el siguiente: Después de nuestra entrada a Bucaramanga el día 4 del mes anterior, cuando capitularon las fuerzas militares, el doctor Zapata hubo de ocultarse en la casa que habitaba entonces mi amigo el señor G. G. Cáceres, porque, habiendo yo entrado un día en ella, di con él, y al verlo naturalmente inmutado le dije:
"No tenga usted cuidado, doctor Zapata; yo le he visto a usted per efecto de la franqueza con que entro a esta casa. Si yo hubiera tocado a la puerta, usted hubiera tenido tiempo para ocultarse. Yo, como autoridad, no le he visto."
Nadie, absolutamente nadie, tuvo conocimiento de ese incidente, del cual tuve la satisfacción más tarde de oír hablar en mi presencia al doctor Zapata en un corrillo de Bogotá. Tal parece como si hubiera querido darme una satisfacción.
En la marcha al Socorro, emprendida el 3 de mayo y en la cual nada de particular ocurrió, conocí algunas de las cárceles del tránsito, como las de la Florida, Los Santos y San Gil, así como más tarde me tocó conocer las de Piedecuesta y Girón; porque hubo un tiempo que a los presos se nos trasladaba de un lugar a otro por cualquier incidente o con cualquier pretexto.
Al entrar a la del Socorro el día 8 de mayo, encontré en ella al coronel Ucrós, quien estaba preso desde el día del asalto que dieron en San Gil el 24 de febrero anterior.
No pasaron muchas horas después de que entré en ella sin que se me pusieran unos grillos que me parecieron relativamente cómodos y que me tocó cargar hasta el día 13 de junio; y sin la insoportable inmundicia de esa cárcel y una que otra pesquisa a altas horas de la noche, no habría tenido de qué quejarme, pues, al contrario, cuando de ella salí, quedé muy agradecido de la familia de mi amigo don Benigno Otero, de cuya casa se me enviaron los alimentos durante todo ese tiempo.
El día 23 de junio se nos puso en marcha para Bucaramanga y en ella hubo uno que otro incidente que sería cansón enumerar y que, cuando más serviría, por lo menos lo sucedido en Guayabal y Piedecuesta, para demostrar una vez más lo mal que algunos de mis adversarios políticos me correspondieron.
A Piedecuesta llegamos el 27 de junio y ese mismo día me pusieron un par de grillos junto a un pamplonés llamado Blas Carrera, que estaba con disentería. Al día siguiente me los quitaron para ponérmelos de nuevo el 2 de julio y mantenerme con ellos hasta el día 5. El día 7 me llevaron a Bucaramanga y de ahí a Corral de Piedra con dirección a Ocaña, pero de Corral de Piedra nos devolvieron a Bucaramanga el día 9. Al día siguiente me pusieron grillos unido al coronel Ucrós, pero el mismo día nos los quitaron y el 16 me llevaron nuevamente a Piedecuesta en donde el 19 me los pusieron nuevamente para quitármelos el 22 y volver a ponérmelos el 24 hasta el 26 en que me vi libre de ellos para seguir a Girón. Después de habitar la cárcel de esa ciudad por cinco días, me llevaron a Piedecuesta el día 31 y de ahí a Los Santos el 10 de agosto a pie desde Girón.
Cabe aquí referir un incidente honroso para la memoria del señor Francisco Bustos, y honroso para los presos de cuya custodia estaba él encargado. Nos había tratado él con especial benevolencia y depositado en nosotros tácitamente su confianza de modo que gozábamos de una buena suma de libertad al mismo tiempo que la escolta simpatizaba con nosotros. Un día que, de marcha para Bucaramanga, subía el general Salgar con una fuerza la cuesta de Sube a Los Santos y que el señor Bustos estaba fuera del cuartel, la escolta nos animaba con empeño a que nos saliéramos contando con su apoyo. Se nos presentaba la ocasión de atajar fácilmente al general Salgar al subir la cuesta desapercibido, derrotarlo y adueñarnos tal vez de la provincia de Soto con este golpe tan audaz como imprevisto; pero no pudimos resolvernos a hacer quedar mal al señor Bustos con los suyos, y desechamos la tentación, quizá para nuestro bien. De Los Santos contramarchamos, siempre a pie, a Piedecuesta el día 7 de agosto y llegamos a Bucaramanga al día siguiente. El día 15 fui puesto en libertad bajo las circunstancias que adelante expresaré.
Desde cuando llevé mi familia a San Gil, algunos liberales, amigos personales míos, y muy especialmente el doctor Estanislao Sil
"Adolfo no necesita que lo fíe ningún conservador aquí. Díganle que me mande una carta para los señores doctor Estanislao Silva y Benigno Otero en que les manifieste que los acepta por fiadores suyos y que esto basta."
Así lo hice, y fue así como salí de la cárcel; lleno de gratitud con los liberales de fuera que derramaban bálsamo sobre las heridas que los liberales de mi tierra me causaron.
Obtuve de Salgar un plazo de quince días para arreglar mis asuntos, y en uso de la licencia me fui para la hacienda de "La Loma" el día 16 de agosto, en donde me propuse poner tranquilamente en orden mis apuntamientos, no ya de mis intereses sino de mis deudas, y estando ocupado en ello y después de haber estado en Rionegro del 19 al 20, sobrevino para mí una gran contrariedad con la noticia que recibí el 22 que de los lados de Salgar se había desprendido, con dirección a Bucaramanga, una fuerza revolucionaria de cuya existencia ni idea se tenía. Coincidiendo este suceso con mi salida de la cárcel, temí que se atribuyera alguna participación que me hiciera aparecer como indigno de la confianza que me había dispensado el Jefe del Estado. Resolví, pues, regresar a Bucaramanga como lo hice el 23, y asilarme en la casa del doctor Lobo Jácome, amigo personal mío, y al mismo tiempo liberal caracterizado quien, en caso de entrar los revolucionarios en dicha ciudad, pudiera testificar que yo no había estado en modo alguno en comunicación con ellos. Ocuparon en realidad los revolucionarios a Bucaramanga, donde permanecí hasta el 26 con la esperanza de que al restablecerse el orden se me pudiera expedir el salvoconducto o pasaporte para seguir al Tolima.
Ese día, impaciente ya por emprender marcha, resolví hacerlo provisto de un certificado que privadamente obtuve del Juez del Circuito, única autoridad con quien pude entenderme, en el cual constaban las circunstancias por las cuales me había puesto en camino. Ese tarde no pasé de Girón, porque antes de seguir mi marcha llegó la noticia de los horrores que estaban teniendo lugar en Bucaramanga con la llegada por sorpresa de fuerzas que traía el general Salgar; con tal motivo hubo un hecho que él mismo calificó de carnicería en el siguiente papelito que me puso como resultado de una esquela que, al tener noticia de aquello que estaba pasando, le dirigí desde Girón protestando mi inculpabilidad y pidiéndole el salvoconducto que debía darme para emprender viaje con seguridad. El papelito decía así:
"Celebro mucho que usted no hubiera tomado parte en los acontecimientos que han dado lugar a la horrible carnicería de ayer. Le mando con Facundo el salvoconducto y aguardo que inmediatamente se ponga en marcha."
Esa "carnicería" continuó unos tres días más, en ausencia ya del general Salgar, quien no trató de impedir las escenas de sangre que ocurrieron mientras él estuvo en Bucaramanga y se ausentó sin que se hubieran suspendido. Tal vez él no se imaginó que durante los tres o cuatro días siguientes todavía la sed de sangre de los vencedores, demandara el sacrificio de los vencidos a medida que se les capturaba. Triste es para mí que la justicia me obligue a no callar estas cosas, estando de por medio quien tanto derecho tuvo a mi reconocimiento, y de quien me tocó en unión de los demás senadores conservadores de Antioquia y el Tolima, presentar al Senado mi proposición por la cual se encomiaba la conducta que había observado en el alto puesto de Presidente de la República de que acababa de descender.
Esta proposición, según mis recuerdos, fue aprobada por unanimidad como lo fue en la Cámara de Representantes, una que allí se presentó del mismo origen y con el mismo fin.

CONFINAMIENTO EN EL TOLIMA
Provisto ya del respectivo salvoconducto seguí mi viaje el 28 de agosto por la vía de Sogamoso; el día 30 llegué al Pedral y el 31 a Barrancabermeja, en donde debía tomar el vapor para seguir a Honda, pero por no haberse presentado ninguno antes del 14 de septiembre, hube de permanecer en ese caserío todo el tiempo de la demora en casa de un individuo de apellido Zarate, natural de Guadalupe, quien me acogió muy bien en su casa, en la cual no escaseaba el ron blanco (aguardiente sin anís). Recuerdo haberle oído decir a Zarate con un vaso en la mano, en elogio de ese líquido, que el aguardiente era una cosa de mucho espíritu y mejor doctor porque éste no tenía sino un grado y el aguardiente veintiuno.
Tal vez contribuyó para que se me tratase en Barrancabermeja con alguna cordialidad el siguiente incidente ocurrido en Zapatoca cuando allí estuvimos con Estévez en el mes de marzo anterior. Llegó este mismo Zarate a Zapatoca por ese tiempo, de viaje del río Magdalena, y traía en su equipaje algunos valores en fincas de oro que Estévez trataba de expropiarle diciendo necesitarlos para el sostenimiento de la fuerza que estaba a sus órdenes. Al ser informado yo de esto que estaba pasando, le impedí de modo absoluto, como era natural, y después de ello le dije a Zarate que contribuyera con cincuenta pesos para ayudar al sostenimiento de la fuerza, con lo cual convino, dándose por muy bien librado. Al wme en Barrancabermeja, írente con Zarate, en las circunstan-en que me encontraba, no pude menos que pensar en lo aza-que hubiera sido la situación de Estévez si hubiera sido él quien hubiese tocado a las puertas de esa casa.
El 14 de septiembre, por fin, seguí mi viaje por vapor y me alejé de Santander pensando en otras tierras, en otras gentes, y en mi familia, alentado con la esperanza de volver a verla pronto.
El 19 de septiembre llegué a Conejo, después de pasar por Nare el 16. Ese mismo día llegué a la Garcera, en canoa, y de allí fui el 20 a Honda a caballo, y allí sin darme tiempo para nada, se me redujo a prisión a pesar del salvoconducto que llevaba. Al día siguiente me pusieron grillos; los cuales me los quitaron pocas horas después por el interés que tomaron varios sujetos, algunos de ellos como los señores R. F. Trefly y Onofre Vengoechea, antiguos amigos míos, y mediante fianza de cien pesos que todos suscribieron solidariamente. Yo nada supe por el momento de este acto generoso, y si lo hubiera sabido a tiempo, habría tratado de disuadir a los señores que así se interesaban por mí, fundándome en que no era para tanto un par de grillos, sin que por eso hubiera dejado de agradecer a quienes así demostraban su interés en mi favor de modo tan práctico.
A la cárcel de Honda se introducían entonces los presos por una especie de abertura estrecha por la cual casi no se podía penetrar sino de lado. Recuerdo haber sabido allí que, pocos días antes, un sujeto sumamente gordo, natural del Espinal de San Luis, quien por cierto murió de fiebres en la cárcel, no habiendo podido traspasar el portillo había quedado por lo pronto fuera sentado en un banco, y habiendo observado el Gobernador del Tolima, general Timoleón Meza, que en esos días estaba en Honda, que el preso estaba fuera, preguntó la causa y habiéndosele contestado que no cabía por eso que servía de puerta, aquel alto funcionario, lo tomó y lo introdujo forzadamente manifestando que el cuerpo humano era elástico.
Yo había llegado a Honda en circunstancias de mucha ansiedad de parte de los amigos de la revolución triunfante porque se trataba de recibir noticias del general Mosquera y de su ejército en el Cauca. Esta fue probablemente la causa de que se me tratara como se me trató y no se respetara el salvoconducto que traía; pero en esos mismos días llegó la noticia de la batalla de Santa Bárbara de Cartago en la cual el general Gutiérrez obtuvo un triunfo completo, y como ello disipó todos los temores que se tenían, y al mismo tiempo acababa de posesionarse un nuevo Prefecto, el señor Concepción Romero, se resolvió ponerme en libertad, lo cual sucedió el 24 de septiembre mediante nueva fianza de cien pesos que firmaron los mismos vecinos de la fianza de los grillos. Allí se me permitió que siguiera mi viaje a reunirme con mi familia en d campo de San Lorenzo, propiedad de mi tío Domingo Mutis, en donde ella me esperaba, pero quedando obligado a presentarme al Gobernador del Tolima, general Timoleón Meza, a su regreso al centro del Estado de los pueblos del Sur.
No pude salir de Honda antes del 30 del mes y, durante los pocos días que permanecí allí fui objeto de atenciones del Prefecto quien, llevándome a su lado como amigo, creía, con falso criterio moral, hacer mi elogio refiriendo la anécdota que él supo en San Gü, estando allí en diciembre de 1859. Le contaron en esa ocasión que, cuando la revolución de Santander, yo no me había quedado con una suma de dinero que ya se creía gastada en aquella deplorable revolución y que la devolví a los que tenían derecho a ella cuando la revolución terminó. Un día me convidó para que asistiéramos por la noche a un baile popular en lo cual, por supuesto, hube de convenir. Fuimos al baile, y encontrándome yo en la puerta de la sala entre los espectadores, el Prefecto, como acto de galantería, me pasó la pareja de modo que no pude menos que dar con efla algunas vueltas, cosa que dio lugar a que yo dijera después en varias ocasiones que nunca había bailado con una mujer del pueblo sino en tiempo de guerra y por orden de la autoridad.
Salí de Honda, como ya he dicho, el 30 de septiembre, y pasando por el pueblo de Guayabal llegué a la hacienda de La Unión el mismo día. De ahí fui el 2 de octubre a Ambalema, y el 4 seguí camino por Guataquí, Nariño, Girardot, Ricaurte, Santa Rosa, llegando a Villa vieja el 10 del mismo mes. De ahí me dirigí el 11 al campo de San Lorenzo, en donde tuve la felicidad de re-unirme con mi familia, después de haberme separado de ella en San Gil el 24 de febrero, de una manera tan inesperada. En ese período de cerca de ocho meses cuántos trabajos sufrí; por cuántas peligros pasé, cuántos desengaños tuve, y también cuántos motivos de gratitud para con muchos de quienes no tenía por qué esperar los beneficios que me hicieron!
Habiendo yo tenido noticias pocos días después de mi llegada que el Gobernador del Tolima debía pasar por Villavieja en viaje para Honda, fui a aquella población el 16 de octubre para presentármele. Acompañábalo su secretario el doctor Ángel María Céspedes, hombre de carácter adusto y poco considerado con los vecinos, y quien, según pude juzgar, disponía de la voluntad del Gobernador.
Al momento que hablaron conmigo, a pesar del salvoconducto que traía desde Bucaramanga y de la fianza de cien pesos otorgada en Honda, dispusieron que yo debía quedar preso; pero, ya en camino para la cárcel, el Gobernador, como apenado por el nuevo procedimiento que se tomaba contra mí, se dirigió a darme explicaciones, por lo cual comprendí que no era él quien estaba mal dispuesto para conmigo, y entonces le manifesté que si no le satisfacían todas las seguridades que tenía dadas, estaba pronto a dar una nueva presentando como fiador a mi tío Domingo Mutis, en cuya casa tenía yo la familia y con quien iba a permanecer hasta que se restableciera la paz. Accedieron a esto y señalaron la suma de sesenta pesos como valor de la fianza, debiendo yo mandarles firmado el documento. Acto contiguo redactó dicho documento el doctor Céspedes, y entre las obligaciones que yo contraje figuraba la de no tener comunicación directa, ni indirecta, verbal ni por escrito con ningún conservador. Al leérseme esto pregunté si con mi esposa podría tener comunicación, pues ella era conservadora, a lo cual contestó Céspedes:
"¡Ah, con ella sí!"
Esta condición, impuesta por tal sujeto, me hizo creer que sería cierta la especie que yo había oído de que cuando él ejerció la Prefectura en Neiva les había hecho firmar a los presos políticos un documento en el cual se comprometían a creer todo lo publicado en los boletines oficiales. Probablemente se habrían burlado de alguna noticia, porque los presos políticos tienen la tendencia a no creer las cosas que no les son favorables y, por otra parte, Céspedes, de quien siempre pensé que se podría cortar tela para hacer un Inquisidor, creyó deber hacerles sentir su dominio obligándolos a firmar tales compromisos.
El 18 de octubre de 1862 volví a San Lorenzo, y allí permanecí sin moverme para ninguna parte hasta principios del año siguiente, tanto porque así lo requerían las condiciones de aislamiento que el Gobernador del Tolima y su secretario me habían impuesto, como porque tuve un ataque de angina muy fuerte que se me hizo grave por la falta de recursos médicos y de todo género en aquel apartado lugar.
Al principiar el año de 1863, habiéndose declarado restablecida la paz, recobré la facultad para moverme libremente y en el mes de enero hice algunas salidas a los campos y pueblos vecinos hasta Neiva. Pensando ya en buscar modo de ocuparme en algo y sintiéndome inclinado a establecerme con la familia en el pueblo de Pital, del cual tenía buenos informes, me puse en marcha para Bogotá a fin de tratar de conseguir a crédito algunas mercancías.
Salí de San Lorenzo el 10 de febrero, me embarqué en Aipe el día 3, llegué a Purificación el día siguiente y el 6 a Girardot. De ahí tomé el camino de tierra y llegué el 8 a Anapoima y el 9 a Bogotá. En esta ciudad supe por el doctor Lafaurie que si me hubiera demorado unos pocos días en Honda, me hubiera podido ir muy mal, porque después de mi salida habían recibido carta del general Santos Gutiérrez (a quien probablemente le habrían comunicado mi llegada a dicha ciudad), en la cual decía que debían asegurarme bien, porque yo era persona peligrosa. Así se expresaba este general cuando ya en ese tiempo se había despejado por completo la situación, y así escribía quien antes de abrir su campaña sobre Santander en 1861, le había ofrecido espontáneamente a mi tía, la señora Dolores Mutis de Bunch, que me trataría muy bien si caía en sus manos. Felizmente Dios me libró de ello.
La conducta del general Gutiérrez con los prisioneros de la Concepción en 1859, la que observó con un hijo del doctor Eloy Duran a quien, aunque estaba muy herido, insistió en llevárselo consigo en la marcha de Paraplona a Cúcuta. y finalmente, su modo de reducir a prisión el memorable 10 de octubre al Gobernador de Cundinamarca, doctor Ignacio Gutiérrez Vergara, demuestran que el general Santos Gutiérrez no merecía el nombre de Bayardo Colombiano que sus amigos políticos le daban.
Desde el año de 1849 cuando regresé de Inglaterra la primera vez que estuve en ese país, había contraído muy cordiales relaciones de amistad con los señores Leopoldo y Daniel Schloss merced a las que ellos ya tenían con mi tía Dolores Mutis y con toda nuestra familia.
Esas relaciones pronto se hicieron íntimas de mi parte con su primo S. F. Koppel (por ellos y aun por todos sus amigos distinguido por cariño con el nombre de Chick, que es el mismo que todavía se le da en el trato familiar) y con su sobrino Carlos Schloss. Este último había venido al país por ese tiempo, cuando apenas contaría unos 16 años. Tales relaciones, no interrumpidas sino en el caso de Daniel por causa de su muerte en 1902, han subsistido hasta ahora inalterables, y sobre ellas han descansado casi todos los negocios y operaciones que he tenido para atender en todas las exigencias de la vida.
En esta ocasión, cuando iba a Bogotá sin recursos de ninguna clase en solicitud de un crédito en mercancías, me dirigí primero a Chick y a Carlos Schloss, quienes, bajo la razón social de Koppel & Schloss, habían sucedido en Bogotá en los negocios a Leopoldo y Daniel, establecidos ya en Inglaterra. A ellos les manifesté que no podía contraer el compromiso de pagarles en determinado plazo, pues yo iba atendiendo a las ventas para los pagos, porque ya no contaba con nada. Carlos a esto me respondió:
"Lo que a usted le convenga, eso nos conviene a nosotros."
Palabras éstas que en la situación de entonces cayeron en mi corazón como gotas de rocío. Con la misma generosidad me trató otro amigo, el señor Bendix Koppel, quien también me abrió las puertas de su almacén sin condiciones. Con las mercancías que así compré me dirigí al Pital a poner los medios para establecer una tienda, debiendo María Antonia seguir con la familia cuando yo hubiera examinado el nuevo teatro para mis negocios y buscado casa y todos los trastos útiles y necesarios.
En esa población tuve muy bue¡na acogida. Todos tomaban interés por mí y procuraban conseguirme compradores; pero, así y todo, las ventas eran muy reducidas y los resultados no me daban para sostener la familia; por tal motivo mi permanencia en esa población no fue muy larga, como adelante se verá. Mientras estuve allí, hice cortas salidas a los pueblos de Paicol, La Plata y San Antonio del Hato, punto este último el más meridional de la República y a la verdad del mundo que en mi vida haya visitado.
Varios meses permanecí en el Pital junto con mi familia pero veía siempre que la perspectiva no tenía nada de halagüeña para mí y, con riesgo de quedar mal en mis compromisos de comercio, le escribí un día a Carlos Schloss, con quien mantenía alguna correspondencia, manifestándole lo poco satisfactorio de mis circunstancias y lo dispuesto que estaba a aceptar cualquier colocación que se me diera para atender a las necesidades de mi familia.
A vuelta de correo, me contestó diciéndome que iba a quedar vacante el puesto 2° de Director de la Empresa que giraba bajo la razón social de Crosthwaite & Cía. y de la cual eran accionistas Stiebel Brothers y Schloss Brothers de Londres, Raimundo Santamaría, David Castello y A. Crosthwaite, y que ese destino que tendría unos dos mil pesos de sueldo anual tal vez me convendría, y me lo ofrecían con mucho gusto. No vacilé en aceptarlo, y muy pronto dispuse de las mercancías que aún me quedaban en el Pital. Después de arreglado todo, me ausenté contento pero agradecido de aquella población y llevé la familia a Pirábante, en donde la dejé al cuidado de mi tío Domingo Mutis, mientras que me posesionaba de mi cargo en Ambalema y arreglaba lo necesario para su traslado.
Seguí para Bogotá a entenderme con Koppel & Schloss agentes que eran de Stiebel Brothers y con los señores Raimundo Santamaría y David Castello, acerca de mi viaje y establecimiento en Ambalema. Con ellos todo se arregló sin dificultad ninguna y, teniendo pensado los señores David Castello y Carlos Schloss hacer un viaje a Ambalema, me fui con ellos por la vía de La Mesa, Tocaima y Ricaurte, y después de tocar en Nariño, seguimos a embarcarnos para Ambalema, llegando allí muy a principios de febrero de 1864. Entonces pude saber con más precisión cuáles eran las fincas de la Empresa y cuáles sus negocios. Aquéllos consistían en la muy valiosa hacienda de "La Unión", ubicada en el distrito de Guayabal con un famoso establecimiento de destilación de aguardiente, muy bien montado y los consiguientes entablos de caña y trapiche de agua, siembra de tabaco por numerosos cosecheros, un hato de ganado, un yegüerizo y potreros de para y guinea para la ceba del ganado y para el sostenimiento de gran número de muías que se necesitaban para el transporte del aguardiente.
,En el distrito de Méndez poseía la finca "La Florida", que en un tiempo tuvo bastantes cosecheros de tabaco, pero entonces sólo tenía potreros de guinea muy buenos y extensos.
En el distrito de Nariño poseía derechos en dos globos de tierra, por los cuales siempre trabajé para conseguir la división entre los partícipes o comuneros, pero cuando me separé en 1874 todavía no había podido efectuarse por la manera poco precisa y clara como se hicieron las compras; sin embargo la Empresa estaba en posesión material del terreno que pudiera corresponderle, y en él había siempre tabaco y pasto.
Tenía otros lotes de terreno de poca significación y era además dueña en Ambalema del edificio de la antigua factoría, extenso y hermoso local, construido todo de ladrillo con enormes y sólidas puertas y ventanas que le daban el aspecto de una fortaleza.
Además de su escritorio tenía la Empresa establecidas allí las compras de tabaco, la clasificación, preparación y empaque de este artículo para la exportación, así como para el consumo interior del tabaco en "andullos". Tenía también un gran depósito de aguardiente, del producido en "La Unión", para su distribución en varias agencias de puntos y pueblos inmediatos.
Por lo pronto me establecí en la casa del señor Crosthwaite, mediante el pago de una mensualidad, y busqué una casita para mi familia en el vecino pueblo de Pulí, de temperamento sano y fresco, situado a tres leguas de distancia. Me proponía visitar la familia cada quince días, aprovechando los domingos y así lo estuve practicando todo el tiempo de mi permanencia en Ambalema, salvo algunas indispensables intermitencias. En los primeros meses de mi permanencia en Ambalema estuve seriamente enfermo a causa de una fiebre de carácter pernicioso, qnc debió ser la llamada fiebre de Ambalema, pero el doctor Do-•mgo Esguerra, quien conocía muy a fondo el tratamiento de esa «•iennedad. me recetó con todo acierto.
Los señores Koppel, Schloss, Castello y Santamaría, desde que st trató lo referente a mi ingreso al servicio de la Empresa, me dejaron comprender las quejas que tenían acerca de la dirección de día por lo excesivo e inconsiderado de los gastos que se hacían, jos cuales absorbían todos los productos, y me hablaron también de 1* necesidad de introducir reformas. Pronto vi que tenían razón, pero mi posición se hizo delicada. La correspondencia entre ellos f d señor Crosthwaite poco a poco se hizo displicente. Me pedían •fu un y opinión sobre determinados ramos del servicio y ésta tm general disentía del modo de ver las cosas el señor Crosthwaite. Al fin las cosas llegaron a su colmo, y los demás socios compeal señor Crosthwaite a definir la situación, siendo el resulta-desfavorable para él porque la parte que tenía en la Empresa le alcanzó para cubrir su deuda y quedó separado y en mala i, no obstante las generosas concesiones que se le hicieron, al fin a encontrarse en estado de miseria y hasta olvidado ¡ á mismo. El señor Crosthwaite fue un hombre sumamente bon-y de muy buen corazón, pero, a mi modo de ver, muy y muy pagado de sus planes y proyectos; y esto, y su confianza en la gtnte, fue quizás la causa de su ruina.
la nueva organización que se le dio a la Empresa en 1865, cual se llamó en adelante "Sociedad Agrícola Anglo-Colombia-;* se hicieron muy considerables economías, pero aun cuando mi mejoró, mi trabajo aumentó considerablemente,
de llevar los libros generales de la Sociedad de Amba-B, y atender todo lo de allí, salvo que fuera a Méndez o Na-dehia ir todas las semanas y llevar los libros de La Unión en CBaks había que sentar bastantes operaciones; pero trabajaba ismo porque además de ver que mi trabajo no era impara la Empresa, mi porvenir se despejaba, y de tal vi al fin recompensado, que habiendo salido de Santander el año de 1862 con deudas que alcanzaban a diez.mil pesos, por fortuna, a favor de personas de la familia que fueron indulgentes conmigo, cuando en 1874 regresé a Bucaramanga, ya había pagado tales deudas, fuera de atender al sostenimiento de la familia y a la educación de mis dos hijas mayores en el Colegio de La Enseñanza, en donde las tuve desde enero de 1866 hasta septiembre de 1869 y llevaba además cinco mil pesos que me sirvieron para comprar la casa que desde entonces ha sido mi residencia.
También, desde Ambalema invertí, por conducto del señor Pedro Corena, con quien al efecto celebré un contrato, una suma que no bajó de cinco mil pesos en una empresa de añil en la Mutisia, a donde Corena se trasladó y estuvo a ella consagrado desde julio de 1868 hasta noviembre de 1869. Estaban ya hechos los tanques de piedra y de ladrillo cuando se comprendió los malos resultados que daría la empresa y se abandonaron sin estrenar. En unos más pequeños de madera se tancó el primer corte de la siembra de añil y el producido de 168 libras se vendió en Londres a seis chelines la libra.
Durante los once años (1863-1874) que permanecí en Ambalema, ocurrieron, como era natural, varios acontecimientos en los cuales tomé parte directamente, o de algún modo me interesaron, ya por afectarme personalmente, ya por relaciones con la cosa pública que siempre había despertado mi interés hasta en estos últimos tiempos en que he perdido la fe en los hombres y en los partidos políticos en vista de las cosas que están pasando... Haré mención de algunos de esos incidentes que recuerdo, sin poder siquiera citar fechas muchas veces, y hablando de todo con cierta vaguedad, porque no tengo a la mano los apuntes o documentos necesarios correspondientes a esa época.
Cuando, en febrero de 1864, llegué a Ambalema encontré al tenedor de libros de Crosthwaite & Cía., señor Juan Bautista Paba, sumamente entusiasmado con la idea de establecer un telégrafo eléctrico entre Bogotá y Ambalema y entregado al cálculo del alambre y aisladores, que se necesitarían y de los guardas que deberían emplearse para custodiar la línea. Al fin resolvió solicitar una licencía para ir a Bogotá a tratar el asunto con el Secretario de Hacienda que entonces lo era su paisano don Manuel Abello, pues ambos eran sámanos. Este acogió la idea y pronto celebró contrato para la construcción de la línea con un americano de apellido Stiles. La obra se llevó a cabo sin mucha demora y fui yo de los pocos que estuvieron presentes en la oficina telegráfica de Amba-lema cuando se recibió el primer despacho transmitido por nuestro Gobierno de la República mediante esta primera línea. En cuanto al señor Paba, ni aun de su nombre se hizo mención en relación con esta obra. Pasada ya la revolución de 1899-1902, murió anciano y pobre y su muerte dio ocasión para que yo, por deber de justicia y amistad, hiciera mérito de ello por la prensa y asociara su nombre con el establecimiento del telégrafo eléctrico en Colombia.
Mucho se hablaba por ese tiempo de la "Culebra" de Ambale-ma y de los desafueros que ella cometía, y ciertamente ¿cómo no horrorizarse de la muerte desastrosa que les dio, cuando yo había vuelto a Bucaramanga, a los señores Samuel Rodríguez B. y Do-mingo Esguerra, quienes por equivocación la recibieron de la manera más trágica en un campo a corta distancia de Ambalema, en lugar de la víctima que se buscaba? Pero, en verdad, la mayor porte de los hechos criminosos de esa gente sucedían porque las personas de más alta posición social concurrían a sus bailes y parrandas de las cuales, con la libertad y desorden propios de esas funciones en las tierras calientes, se originaban reyertas generadoras de odios que venían a parar en actos de violencia.
En ana ocasión el Gobierno del Departamento, cuya capital era entonces Natagaima, tuvo la peregrina ocurrencia de disponer que se levantara una información de seis personas sobre si era cierto que en Ambalema existía una sociedad o cuadrilla de malhechores, conocida con el nombre de la "Culebra", que era una amenaza púa las personas y las propiedades. Hasta se designaron las seis párenla»! que debían llamarse a declarar, y una de ellas fui yo. De las otras cinco, una evadió el lance, no recuerdo cómo, y las otras declararon bajo juramento que nada sabían de lo que se les preguntaba, a pesar que formaban parte de las personas que punte hablaban y se quejaban de los hechos de la "Culebra". Yo declaré que era cierto que en Ambalema existía una sociedad que era una amenaza para las personas, pero que no podía calificarla de cuadrilla de malhechores, porque entendía que así se llamaba a las personas que, reunidas, salían a robar en los caminos reales y que esa gente respecto de quien yo declaraba no era una amenaza para las propiedades; En esto esta'ba yo en lo justo, porque en realidad en Ambalema, al menos en un tiempo, eran los robos sumamente raros. Cuando se conoció mi declaración alguien me dijo:
"Ha firmado usted su sentencia de muerte" y yo le contesté que si eso había de ser así, la culpa sería del Gobierno que me había puesto en el disparador.
Pero a la verdad nada me sucedió, y cuando, muy poco después, sobrevino la revolución de que en seguida hablaré y don Fruto Santos, Gobernador entonces, y reputado jefe de la "Culebra", levantó un batallón formado por los individuos que la componían (el cual se acuarteló en el edificio de la antigua Factoría, contiguo al de la nueva, en donde tenía sus trabajos la Sociedad Agrícola) esa gente no me dijo una palabra que pudiera ofenderme ni inspirarme el menor cuidado."
En los últimos meses de 1865 (en octubre según recuerdo) estalló en algunos puntos del Cauca, el Tolima y Cundinamarca la revolución conservadora a que acabo de hacer alusión.
Encontrábame en el pueblo de Nariño cuando fui sorprendido con la noticia del levantamiento en algunos puntos del norte del Tolima y de que el agente de la Sociedad Agrícola en la hacienda de La Florida había abandonado su puesto para tomar parte principal en la revuelta, comprometiendo seriamente mi posición y aun los mismos intereses de la referida Sociedad.
Alarmado en sumo grado, me puse en marcha inmediatamente para Ambalema, aunque no sin algunos temores respecto de mi persona. Así que llegué a Ambalema mi primera diligencia fue presentarme al general Santos y manifestarle ingenuamente (aunque temeroso de que no se me creyera) que el mencionado agente, obrando con olvido de sus deberes para con la empresa a cuyo servicio estaba y sin mi consentimiento, me había colocado en gran des dificultades, porque, aparte de que pudiera sospecharse yo tuviera alguna participación en el movimiento, tenía que mandar a La Florida lo más pronto posible quien cuidara los intereses que allí habían quedado abandonados, comprendiendo que el nombrado en esas circunstancias debía ser un liberal y yo no encontraba por lo pronto un sujeto de mi confianza en ése partido.
El general Santos, sin hacerme la más ligera increpación, me manifestó que podía nombrar a la persona que considerara conveniente y no solamente me dejó en esa libertad de acción, sino que ni conmigo ni con los intereses que yo manejaba tocó para nada y la gente de la "Culebra", estando con las armas en la mano, no me hizo agravio ni me ofendió de modo alguno, aun cuando la tenía de vecina. A todo señor todo honor.
Al terminar el año de 1865 recibí en Ambalema la noticia de la muerte en Bogotá el 24 de diciembre de mi tía la señora Dolores Mutis de Bunch, la mayor de todos los hijos de mi abuelo Facundo Mutis y esposa en primeras nupcias del general Luis Perú de La-croix, quien murió en el año de 1837 en estado de miseria y desterrado en París como boliviano. Contrajo ella segundas nupcias con el señor Roberto H. Bunch de nacionalidad inglesa, bien conocido en el país por el auge con que mantuvo hasta su muerte, ocurrida en 1856, la Perrería de Pacho y la hacienda del mismo nombre, en la cual pasó los últimos años de su vida con las comodidades propias del campo y que él brindaba a las gentes amigas que con frecuencia pasaban en su casa algunos días.
En el año de 1866 llegó a ser tal el desbarajuste administrativo oí el Tolima, que los mismos liberales, al menos los del elemento radical, anhelaban un cambio, resultando de esto que en las elecciones que entonces tuvieron lugar, para una Asamblea Constitu*-yente, por efectos de distintas causas fue elegida una mayoría coDservadora. En Honda y Ambalema los radicales y conservadores trabajaron unidos por listas mixtas. En Ibagué los llamados •msqufiristas, por obra del despecho con el radicalismo triunfante, trabajaron y votaron ellos solos por candidatos de la plana mayor del conservatismo; en Purificación el jefe de una familia conservadora y algunos de sus miembros, fueron los únicos que en ese círculo votaron y eligieron diputados conservadores, y en el Sur votaron los radicales por listas mixtas. La nueva Asamblea se reunió en el Guamo. A ella asistieron, que yo recuerde, el doctor Gabriel González, del lado de los radicales, y entre los conservadores estábamos mi tío Domingo Mutis, Adolfo Sicardi Pérez, Adolfo de Silvestre y yo. La semejanza de nombres de los tres últimos fue ocasión para que nos encargasen unidos varias comisiones especiales.
En esa Asamblea conservadores y radicales trabajamos con laudable cordialidad y procuramos constituir el Estado teniendo en cuenta únicamente sus verdaderos intereses. Yo tenía entonces conocimientos del ensayo que en Inglaterra se estaba haciendo del principio de la representación de las minorías. Desde entonces consideré que en ese sistema, cualquiera que fuera el resultado de su ensayo en Inglaterra, se presentaba el único medio de hacer justicia a las minorías aquí, en donde por desgracia el partido dominante cree de su deber excluir a los contrarios de toda participación en la cosa pública, no dejándole otro recurso que el muy funesto de la apelación a las armas. Al discutirse, pues, la nueva Constitución para el Tolima, creí deber proponer el siguiente artículo que la Asamblea aprobó e hizo parte de esa Constitución: "El Estado garantiza a las minorías el derecho de ser representadas." De conformidad con tal artículo, la Ley de Elecciones que expidió después disponía que para miembros de la Cámara de Representantes y de la Asamblea se votara separadamente por principales y suplentes, sufragándose en cada caso por dos candidatos y declarándose elegidos tres; pero, sea por inercia o por desaliento, los radicales no llegaron a hacer uso de esa facilidad para hacerse representar en los cuerpos colegiados.
Mientras que la Asamblea discutía así en paz y armonía los distintos asuntos que requerían su atención, apareció por el sur del Estado una invasión procedente del Cauca y encabezada por los generales Joaquín María Córdoba y Timoleón Meza. El primero de ellos conservador, muy patriota e intransigente no podía creer que la Asamblea, reunida en el Guamo, en la cual los radicales expresaban sus ideas y se les oía y atendía, representara el triunfo de los principios conservadores, y había entrado en esta aventura creyendo que más bien su triunfo en alianza con el mos-querismo sería el triunfo del partido conservador. El Gobierno que presidía en el Guamo el doctor Domingo Caicedo, se encontraba poco menos que indefenso, y lo más que pudo hacer fue mandar una pequeña fuerza, muy mal armada, como de observación a órdenes de Casabianca. Confiado, más en la diplomacia que en la fuerza de las armas, despachó una comisión para que procurara ponerse en comunicación con el general Córdoba y le hiciese comprender cuál era la verdadera situación. Ella pudo a fin abrirle los ojos a Córdoba y lo indujo a separarse de Meza y a ponerse al lado del Gobierno. Ya entonces, cuando éste continuó la campaña, ella terminó desastrosamente para él en la memorable batalla de la hacienda de Saldaña, que se libró en los primeros meses de 1868.
Con motivo de los negocios de tabaco de primera que la Sociedad Agrícola mantenía con los señores Pantaleón Germán Ribón y José María Amador R. y deseoso yo de conocer las ferias de Magangué en las cuales se hacían entre otros negocios de consideración, el del tabaco de Ambalema para el consumo del país, resolví ir a la feria de La Candelaria, y en efecto hice viaje a Mompós y de allí a Magangué en donde pasé los días de la feria que fueron los primeros de febrero de 1869. Me pareció bueno haber ido a la feria para tener el placer de salir de ella por lo insoportable del polvo, del sol, del calor y del bullicio de tanto gentío. Esas ferias, en las cuales se hacían en un tiempo negocios muy variados e importantes y a las cuales concurrían gentes aun de lejanos puntos de la República, cuando fui a esta última habían perdido mucho de su importancia y supongo que hoy la habrán perdido en absoluto, pues ya ni se habla de ellas. La mayor facilidad que hoy tienen las gentes para viajar y para comunicarse hasta por telégrafo, ha hecho inútil todo eso que antes satisfacía una verdadera necesidad.
Terminada la feria y deseoso de ver cómo marchaba en la Mu-tisía la empresa de añil a cargo de Pedro Corena, resolví dar una gran vuelta por Ocaña y Bucaramanga para mi regreso a Amba-lema. Por haber tenido recientemente lugar una epidemia de fiebre perniciosa en Aguachica, determiné seguir a Ocaña por el puerto de La Gloria, Simaña y El Carmen. En la vía de Ocaña a Bucaraman-ga no tuve en esta ocasión necesidad de atravesar, como en 18SS, el páramo de Cachiri, pues se abandonó esa parte del camino por otra que da la vuelta por el pie del páramo.
En la Mutisia, a donde hacía unos ocho años que no iba y, que por efecto de la última asoladora revolución y del abandono de muchos años había quedado reducido a ruinas, pude ver los efectos del trabajo de Corona, no solamente con referencia a la empresa de añil sino a la finca en general, y a pesar de los malos resultados que aquella empresa dio, en común con todas las de igual clase en la República, pude fácilmente ver que el dinero que había suministrado, había tenido la debida inversión.
En ese mismo año de 1869 empezó mi tío Domingo Mutis a sentirse atacado en Bogotá de una afección al corazón, por lo cual, siguiendo el dictamen de los médicos, se trasladó a Ambalema y pasando algunos días ahí resolvió seguir a la ciudad de Neiva donde murió el 8 de enero de 1870.
Era mi tío Domingo Mutis de un gran carácter, y creo poder expresarme así sin que me ciegue el afecto. Hombre desprendido, cuidaba muy poco de sus intereses personales, al mismo tiempo que consagraba todo su celo e interés al desempeño de cualquier cargo público que se le confiara, aunque fuera el más humilde.
En la milicia recorrió casi todos los grados por escala rigurosa, conforme a su hoja de servicios que por muchos años conservé y que después le entregué a mi cuñado Facundo Mutis, digno hijo suyo y muy conocido en nuestro país.
Fue mi tío Domingo un hombre de valor a toda prueba, de ese valor sereno, que no es el más ruidoso, pero que la mayoría de las veces asegura la victoria.
Cuando la revolución de Meló en 1854, estando él ya retirado del servicio se consideró obligado a recurrir a la defensa del Gobierno legítimo. Hizo toda la campaña hasta la entrada triunfante a Bogotá el 4 de diciembre, y en seguida se retiró nuevamente a su campo de Rionegro, cerca de Bucaramanga. Con ocasión de esa campaña el general Herrán, quien lo estimaba mucho, tal vez porque había cierta semejanza en el carácter de los dos, iba a proponer al Congreso el nombre de mi tío Domingo para su ascenso, cuando éste al saberlo le dirigió una esquela suplicándole que desistiera de ello. Para concluir este justo recuerdo que de él hago, copio las siguientes palabras que se encuentran en el segundo tomo de las "Memorias Histérico-Políticas" del general Joaquín Posada Gutiérrez, quien lo conoció y trató con bastante intimidad:
"Era Gobernador (de la Provincia de Pasto en 1840) el entonces capitán Domingo Mutis, hombre moderado, austero, de honradez reconocida, en fin, con todas las condiciones que se requieren para ser un hombre de crédito: pocos como él, ninguno más."
Menos de cinco meses después de la muerte de mi tío rindió también la jornada de la vida su primo hermano el señor Francisco María Valenzuela, miembro muy querido de toda nuestra familia, quien sobrellevó una larga y dolorosa enfermedad con ejemplar resignación, coronando así una vida que embelleció con su carácter lleno de dulzura, de amor a los suyos y de benevolencia con todos. Dejó en Bogotá una numerosa familia que ha sabido conservar sin mancha el nombre que heredó.
Habiéndose separado Corena a fines de 1869 de la Mutisia por los malos resultados que dio para él y para mí la empresa de añil, hice arreglos con Domingo, mi cuñado, para que se encargara de la administración de la finca y para llevarlos a cabo emprendimos viaje a Bucaramanga a fines de julio o a principios de agosto de 1870.
En el mes de junio de 1871 el doctor Coronado y Carlos Eduardo, mi hermano e hijo mayor suyo, en su matrimonio con mi madre, emprendieron un viaje por Europa, principalmente de recreo, del cual no regresaron sino en el mes de junio del año siguiente. El doctor Coronado era un hombre sumamente observador, y muy agradable y correcto en su correspondencia epistolar; así que las cartas que escribió a mi madre acerca de sus impresiones de viaje y de todo cuanto vio en los países que recorrió en Europa, eran interesantísimas, siendo leídas con sumo agrado, aun fuera del círculo de nuestra familia. El viaje fue en un todo feliz; mas, pudiera decirse que mi madre parecía haber estado aguardando a su esposo y a su hijo para darles la bienvenida y en seguida prepararse para el último adiós, porque a pocos días se sintió atacada de una enfermedad que hizo necesario su traslado de Zipaquirá a Bogotá en donde, consultados los médicos, dieron un diagnóstico alarmante. Lentamente se agravó y después de varios esfuerzos para aliviarla y de haber sido atendida con solícito interés rindió su alma al Creador el 31 de enero de 1873.
Durante una parte considerable del tiempo de la enfermedad de mi madre permanecí a su lado; pero mi presencia en Ambalema hacía falta, y halagado con una aparente mejoría que tuvo en la adopción del sistema homeopático, me fui para esa ciudad, dispuesto a volver al recibo por el telégrafo de alguna noticia in-tranquilizadora la cual no se hizo esperar mucho y no obstante que a las dos horas de haber recibido el infausto telegrama, me puse en marcha después de medio día y cuando llegué a Bogotá a las siete de la noche del día siguiente ya la tierra guardaba el cadáver de mi madre. No tuve, pues, el consuelo de encontrarme a su lado en sus últimos momentos, pero sí el de saber que ella había alcanzado a recibir con viva satisfacción pocos días antes un afectuoso telegrama mío, que guardó bajo su almohada. ¡Pobre madre! Escribo esto a los 77 años de mi vida, y todavía mi corazón guarda y guardará hasta cuando deje de palpitar su memoria venerada.
En los años de 1872 y 1873 concurrí al Senado de la República como primer suplente del Senador principal, el doctor Mariano Ospina, y fueron mis compañeros por el Estado del Tolima Sergio Arboleda y Domingo Caicedo y en ambos años formábamos la minoría los seis Senadores por Antioquia y el Tolima siendo siempre tratados por la mayoría con cierta deferencia. No hubo apasionadas discusiones de partido y más bien las hubo de parte de los liberales entre sí. Recuerdo que en una ocasión en las sesiones de 1872, habiéndose agriado mucho la discusión entre los señores Manuel Plata Azuero y Teodoro Valenzuela, una vez levantada la sesión, se dirigió el primero hacia el último en actitud amenazante de tal manera que, los amigos de ambos imposibilitados para contener al doctor Plata, al ver que el general Herrán se dirigía desde el extremo opuesto del salón al lugar de la reyerta, le dijeron a Plata: "Atienda, Plata, al general Herrán", y esto bastó para que él, dirigiéndose al general Herrán le dijera:
"Pues bien, general: pongo este asunto en sus manos."
El general Herrán, hecha la promesa del caso, se ocupó con otro Senador en esa tarde y en la mañana siguiente en reconciliar a tos dos citados Senadores. Refiero este incidente de ninguna trascendencia en sí, porque él demuestra que a los caracteres como el del general Herrán, aun en el campo de la política se les acata y considera. No pasaron muchos días antes de que la muerte de dicho general tuviera lugar, después de breve enfermedad. A su cadáver se le hicieron todos los honores debidos no solamente a su alto grado militar sino a los servicios que en su larga vida prestó al país en los altos puestos que ocupó, inclusive el de Presidente de la República en el período de 1841 a 1845.
A principios de 1874 hice un nuevo viaje a Bucaramanga, principalmente con el objeto de llevar allá de paseo a mis dos hijas mayores, Mercedes y Teresa. Me reconciliaron con la idea de volver a establecerme en mi tierra este viaje, el deseo de atender más de cerca a mi campo de la Mutisia, y la consideración de la continuada decadencia de Ambalema, cuyo tabaco no tenía ya casi aceptación en el exterior, lo cual hacía estériles mis esfuerzos para presentarle a la Sociedad Agrícola Anglo-Colombiana resultados suficientemente satisfactorios, no obstante las severas economías. En el resto de ese año de 1874 me ocupé en arreglar en lo posible todos los asuntos de la Sociedad Agrícola Anglo-Colom-foiana de que debía dar cuenta y después de dar el aviso anticipado necesario, me separé del servicio de la Sociedad a fines de noviembre de dicho año; pero cuando esto hice, ya había celebrado un arreglo con la casa Koppel Schloss de Bogotá, para fundar una casa de comercio en Bucaramanga con la misma razón social que la de Bogotá, en la cual serían ellos los socios capitalistas y yo el socio industrial, aun cuando se resolvió que en la escritura de sociedad no figuraría yo sino como apoderado.
No debo omitir, con ferencia a mi permanencia de cerca de once años en Ambalema, que durante todo ese tiempo me tocó atender la conservación y cobro de los arrendamientos de varias fincas, que don Raimundo Santamaría poseía en dicha población, y de un campo a una legua de distancia, entendiéndome con él hasta su muerte, ocurrida en 1869 y después con sus herederos, a quienes presté también mis servicios en el avalúo de los bienes y en otras diligencias de la mortuoria. Todo esto lo hice siempre con muy buena voluntad y gratuitamente, en reconocimiento a las consideraciones que por mí tuvo durante los últimos veinte años el señor Santamaría. No debo tampoco dejar pasar inadvertido que él, después de mi separación de la Sociedad Agrícola Anglo-Colombiana, puso en mis manos un famoso reloj de oro de repetición, que supe había costado ochenta pesos, el cual conservo aún y tiene grabada esta inscripción:
"Los accionistas de la Sociedad Agrícola Anglo-Colombiana al señor Adolfo Harker, en testimonio de reconocimiento por sus servicios."
A Dios le pido que mis circunstancias que, por causas que no me son imputables, ahora que no son tan favorables como pudieran serlo, no lleguen jamás a ponerme en el caso de desprenderme de esta joya que encierra para mí un tesoro.
Desde antes de volar a Bucaramanga y, valiéndome del doctor Ruperto Arenas, compañero de negocios en otros tiempos, para la formación de la lista de los artículos que por lo pronto debían pedirse, me había dirigido a los señores Schloss Brothers de Londres, para su despacho; fue así como un corto tiempo después de mi llegada, la nueva casa de Koppel Schloss de esta ciudad, abrió su almacén, con surtido limitado al principio, pero al cual se le dio con el tiempo la debida extensión. Hoy, dicha casa, que en su esencia no ha variado en los treinta años que lleva de existencia, es la más antigua de Bucaramanga, y es probable que no ha de tardar mucho tiempo en ponerse en liquidación, llegado yo a una edad que la necesidad del descanso ya se impone.
No habían transcurrido cinco meses después de mi regreso a Bucaramanga, cuando en el memorable 18 de mayo de 1875 ocurrió el espantoso terremoto de Cúcuta que en un momento echó por tierra toda esa ciudad y sepultó en las ruinas a centenares de sus habitantes. Si el número de las personas que se salvaron fue considerablemente mayor al de las víctimas, debióse esto a la feliz circunstancia de haber tenido lugar el sacudimiento principal de día, a las once de la mañana, pues,, si hubiera tenido lugar en las altas horas de la noche, no podría haber resultado nadie ileso porque el movimiento destructor fue rápido en sus efectos. En esta ciudad se sintió también sumamente fuerte, como es de suponerse, y el pánico fue general. Persona hubo, de los indiferentes a las prácticas del culto, que salió de su tienda a la calle invocando en alta voz el nombre de San Emigdio. Pasada la primera terrible impresión, ya pudo la gente preocuparse de algo que hubiera ocurrido en otras partes, sobre todo cuando algunas horas después se recibió de Pamplona un telegrama del doctor Leonardo Canal, .que decía:
"La destrucción de Cúcuta ha sido completa e instantánea."
Entró el afán por saber la suerte que hubieran corrido tantas personas conocidas y amigas, y poco a poco se recibieron dolorosos pormenores del desastre en la desgraciada ciudad. Recuerdo la angustia de mi amigo Benito Ordóñez por obtener noticias de su hermano Federico, quien por desgracia fue una de las víctimas.
En la noche de ese mismo día, encontrándose una muchedumbre congregada en la iglesia principal, se dejó sentir con fuerza un nuevo sacudimiento, que dio lugar a que la gente, azorada, procurase salir en tumulto a toda prisa, atrepellando en el atrio y causándole la muerte a una pobre vieja.
Al otro día, por la mañana, se sacaron de la iglesia piezas de ropa interior, alpargatas, zapatos, sombreros y paraguas que las aterradas gentes habían dejado al salir en tropel. Los movimientos de la tierra no cesaron sino poco a poco al cabo de algunos días, y al principio pocos se, resolvieron a pasar la noche bajo el techo de sus casas.
Recuerdo que la noche del día siguiente al del terremoto, noche de luna, se recibió un telegrama de Pamplona que informaba haber aparecido un volcán en el sitio de Bábega o La Vega (no recuerdo el nombre con precisión) que amenazaba seriamente a aquella ciudad. No pudiendo darme cuenta de lo que pudiera significar esto, ocurrí a la casa del Prefecto, en donde se decía haberse recibido el telegrama, pero encontré la casa ya cerrada y entonces pude observar que la localidad estaba quedándose sola y supe que la gente se dirigía al llano de don Andrés, evitando hacerlo hacia la cabecera del llano porque algunos decían que por ahí quedaban más cerca al volcán. Me encaminé al llano de don Andrés y allí encontré una gran muchedumbre dominada por el terror pero, mas alarmado yo por las cosas que pudieran suceder en los almacenes y casas de la desierta ciudad que por la probabilidad de nuevos sacudimientos de tierra, les propuse a algunos amigos que volviésemos a recorrer las calles de la ciudad por algunas horas y en efecto así lo hicimos a caballo.
Aún no tranquilizadas las gentes, se trató en los días siguientes de reunir dinero y también se pensó en conseguir víveres para mandar a Cúcuta. Bastante se hizo para allegar recursos, y si no todo aquello que se consiguió llegó a su destino, fue porque necesidades de otro orden, que surgieron cuando ya habían pasado las terribles impresiones de la catástrofe de Cúcuta y las apremiantes necesidades de sus habitantes, indujeron a la primera autoridad a distraer alguna parte de esos fondos del objeto a que estaban destinados.

No hay comentarios:

Datos personales

Mi foto
Interés por el patrimonio histórico,cultural e ideológico de la región en que vivo. Equipo de Trabajo integrado por: JAIME ENRIQUE ZARATE, LUIS FRANCISCO HERNÁNDEZ Y JOSÉ ANTONIO PRADA.